"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Iquitos



Las tres veces que he llegado en mi vida a Iquitos lo he hecho proveniente de la selva o de pequeñas comunidades, y después de viajar varios días en lancha. Iquitos, de este modo, ha cumplido siempre para mí la función que desde siempre ha tenido: ser una isla de civilización (entendiendo por civilización una cama, un cuarto de baño, internet y corriente eléctrica las 24 horas, una amplia carta de comidas y una cerveza fría) en medio del Amazonas. Pronto, sin embargo, el ruido, el humo y el calor hacen que la alegría inicial comience a alternarse con una cierta sensación de claustrofobia y opresión. Todas estas impresiones cambiarán si se lleva a cabo el proyecto de carretera Yurimaguas-Iquitos, que de paso devastará de nuevo una buena cantidad de selva. Para bien y para mal Iquitos, la ciudad más grande del mundo que no es accesible por tierra, es todavía uno de los lugares más singulares en los que uno puede estar.




Fundada como reducción jesuítica en el siglo XVIII, Iquitos ya tenía desde 1864 cierta importancia como factoría naval y puerto fluvial, pero fue a partir de 1880, con la llamada “fiebre del caucho”, cuando se convirtió en lo que todavía hoy se puede entrever. El caucho o látex, que era posible extraer del árbol amazónico llamado “hevea”, era conocido desde siempre, pero cuando Goodyear inventó el neumático y Henry Ford comenzó a producir coches en serie, la demanda de caucho se disparó. En la cuenca amazónica se produjo una verdadera fiebre que encumbró a hombres como Fitzcarrald o Julio Cesar Arana, multimillonarios a costa de cometer las mayores atrocidades sobre la población indígena. Estos y otros “señores del caucho” tenían en la época verdaderos ejércitos privados que se dedicaban a cazar nativos para hacerlos trabajar en las caucherías. Compraban a las tribus más belicosas con alcohol y baratijas para que capturaran a miembros de otras etnias con el mismo fin. Desplazaron a miles de indígenas a caucherías muy alejadas de sus lugares originales para que les fuera más difícil escapar. En estos campamentos los indígenas debían caminar kilómetros todos los días para “sangrar” las heveas, y cumplir con una cuota establecida de látex recogido al mes si no querían exponerse a latigazos, torturas públicas en el potro, o ejemplares mutilaciones. Los capataces y vigilantes blancos o mestizos (era conocida la crueldad de “los muchachos”, jóvenes nativos o mestizos criados por los patrones y destinados a labores de vigilancia) cometieron todo tipo de abusos a la hora de hacerse con sirvientas y concubinas, que a menudo eran enviadas a Iquitos a ejercer forzadamente de empleadas domésticas o de prostitutas. Fue en esta época cuando la cuenca amazónica, que hasta entonces había estado prácticamente intocada por el hombre occidental, adquirió su actual fisonomía de casi absoluto mestizaje, con la escasa presencia indígena fuertemente aculturizada y deslocalizada. De auténtico genocidio se puede calificar la labor, por ejemplo, de Julio Cesar Arana, el más importante señor del caucho de Iquitos, si tenemos en cuenta que en la cuenca del Putumayo, donde él actuaba, desaparecieron en esos años 40.000 indígenas de los 50.000 que se calcula que habitaban allí.

Muy al contrario Arana, como el pionero Fitzcarrald, son considerados todavía auténticos próceres en la ciudad de Iquitos. En esa época Iquitos se convirtió, junto con Manaos en Brasil, en el centro del negocio del caucho y, como es imaginable, experimentó un extraordinario desarrollo. Fue de las primeras ciudades peruanas en contar con alumbrado eléctrico y ferrocarril urbano, operaban en ella hasta nueve consulados, y disfrutaba de la ostentación, el lujo y la disipación de costumbres que cabe esperar de un lugar que recibe dinero a espuertas y sin apenas esfuerzo. Todo ello acabó bruscamente en 1814, cuando las heveas que Inglaterra había plantado, con semillas robadas y sacadas de contrabando de la Amazonía, en sus colonias de África y Malasia comenzaron a producir látex a un coste mucho menor, y el caucho amazónico dejó de valer el dinero que, a pesar de todos los abusos, costaba extraerlo.

Desde entonces Iquitos, que en la actualidad tiene medio millón de habitantes, sobrevive del nutrido destacamento militar aquí ubicado (estamos muy cerca de la triple frontera); de la tala legal e ilegal de madera; de ser, al fin y al cabo, el mayor centro de servicios de la cuenca amazónica hispanohablante y, desde hace unos treinta años, del turismo. Como huellas de su antiguo esplendor sólo quedan la Casa de Hierro que algún excéntrico cauchero encargó diseñar a Gustave Eiffel (y que hasta hace poco era un destartalado restaurante que a mí me gustaba mucho, y hoy ya ni eso), algunas casas-palacio decoradas con azulejos que se caen de puro viejas, y un cierto carácter festivo en sus habitantes, impregnado de una sensualidad cada vez más decrépita.



Las zonas turísticas se limitan exclusivamente al Bulevar, situado en el malecón sobre el río Itaya, y a la Plaza de Armas. Sentarse en una terraza en cualquiera de estos dos sitios es contemplar un río de indígenas y mestizos, niños, ancianos y ancianas, hombres y mujeres de mediana edad, ofreciéndote pulseras y collares elaborados con semillas y dientes de caimán; tarántulas, mariposas e insectos gigantes disecados; camisetas, chicles, o simplemente mendigando. Más disimuladamente te pueden ofrecer animales vivos.  La primera vez que estuve aquí, a Alexis y a mí nos ofrecieron una pareja de “monitos de bolsillo”, y el Centro de Rescate de Fauna y Custodia Temporal Pilpintuawasi, en la ribera del río Nanay, es el hogar de muchos animales que han sido salvados. Muchísimos monos de distintos tipos, una pareja de guacamayos que le fueron decomisados a un turista en el aeropuerto, un tigrillo que estaban intentando vender en el Bulevar, un perezoso, un capibara, e incluso un enorme jaguar que fue llevado allí por su propio captor cuando tenía dos meses, porque no lograba venderlo y estaba ya creciendo demasiado. Por otra parte, es triste fama que en Iquitos también abunda la explotación sexual infantil, y por todos lados hay carteles alertando de las penas. Algunos comentarios sobre determinados locales de Belén Bajo que me hizo Manuel (pronto hablaré de él) me hacen pensar que entre los aficionados a esta deleznable práctica hay tantos, o probablemente más, naturales que extranjeros.



Los turistas vienen mayoritariamente a Iquitos buscando estancias en lujosos lodges en la selva, excursiones por la reserva Pacaya-Samiria, o experiencias con el consumo de ayahuasca. Los iquiteños y las iquiteñas vienen mayoritariamente al centro buscando a los turistas. A partir de las diez de la noche se pasean por la plaza las prostitutas, tanto mujeres como hombres travestidos (la homosexualidad afeminada es muy común en la selva, y mucho más aceptada que en el resto de Perú. Hombres de cejas depiladas y ondulantes andares trabajan sin rubor en peluquerías, restaurantes y centros de estética y, en todas las lanchas del Amazonas, donde la tripulación es siempre exclusivamente masculina, son también ellos -como la cocinera colombiana de la que hablé aquí- los dueños de las cocinas). Los fines de semana, en la discoteca Noa, las jóvenes “bricheras” (del inglés bridge, “puente”) sueñan y compiten por algún príncipe azul venido del norte que las haga sucumbir al amor (bricheras y bricheros, bajo distintos nombres, hay en todos lados donde haya turistas y un desigual nivel de vida; pero en una ciudad de la que sólo se puede salir en avión o tras varios días en lancha, la necesidad de crearse algún puente sentimental se hace más perentoria). Cerca del Noa, en el Yellow Rose of Texas, un bar de mucha personalidad que está abierto las 24 horas, se reúnen al atardecer los dueños de los lodges y de las agencias de viajes a beber whisky. Son todos extranjeros curtidos, de cincuenta o sesenta años, que conversan a carcajadas en inglés, y siempre hay una mujer de piel morena entre ellos.



A diez minutos caminando desde la Plaza de Armas se encuentra el distrito de Belén, en el que subsisten, gran parte de ellos en condiciones muy precarias, más de cien mil personas. Belén Alto se podría decir que es una zona muy popular, Belén Bajo es francamente sórdido. Las principales calles de Belén Alto están copadas desde la mañana a la noche por un interesantísimo y muy concurrido mercado, en el que se encuentra con facilidad tabaco sin procesar o envuelto en “mapochos”; todo tipo de raíces y plantas medicinales, licores amazónicos; ayahuasca, San Pedro y otros alucinógenos naturales y, por supuesto, todo aquello que produzca la selva y sea comestible, incluyendo tortugas vivas y enormes caimanes troceados.



La calle principal de Belén Bajo, adonde no es recomendable adentrarse sin ir acompañado de alguien de confianza, se llama, con triste ironía, calle Venecia. Tanto la calle Venecia como el resto de Belén Bajo se inundan por completo cuando el río Itaya llega a su máximo nivel, desde enero hasta abril. Entonces los pisos bajos quedan inutilizados y sólo se puede transitar en canoa. En el pequeño y escondido mercado de Belén Bajo, que en esas fechas se convierte en mercado flotante, pueden verse los animales exóticos que alguien comprará para intentar revenderlos a los turistas en el Bulevar.



Belén Bajo se extiende cada vez más a ambos lados del río Itaya mediante chozas flotantes (construidas sobre troncos de balsa) o bien edificadas sobre altos pilotes. Aquí se asientan los emigrantes, provenientes de las pequeñas comunidades amazónicas, que no cesan de venir a la capital. Muchos conservan sus chacras en sus lugares de origen, y van y vienen para vender aquí sus productos, pero la mayoría sobrevive en la ciudad de lo que pueden. Belén Bajo es el más populoso, pero a lo largo de todo el malecón pueden verse asentamientos de chabolas que pronto (estamos en diciembre) estarán flotando sobre el río. Son las favelas de la selva.














Iquitos, ciudad-isla. Iquitos, ciudad-prisión. Iquitos, ciudad de timadores, desocupados y buscavidas. Iquitos resiste. No todos, por cierto, son locales. En diciembre de 2010 pasé también unos días acá, después de haber recorrido el río Napo desde Ecuador (lo he contado aquí y aquí). Recuerdo que en la plaza me abordó un anglosajón de unos 35 años, muy delgado y con una patilla de las gafas cogida con esparadrapo. Me dijo, en un correcto castellano, que le habían robado todo al desembarcar de la lancha que lo traía de Leticia. Que no podía pedir dinero por Western Union porque le habían quitado la documentación. Que los asaltantes le habían roto un dedo y tenía que ir al hospital a curárselo. Que, en fin, lo ayudara con algún dinero. Tenía el dedo meñique roto y mal soldado, en efecto, pero la soldadura parecía antigua y, en general, el hombre no me inspiró confianza y no lo ayudé. Los días posteriores lo estuve viendo dar vueltas por la plaza, contando su historia a quien se parara a escucharlo, con una actitud que me hizo reafirmar mis sospechas. Al cabo de un año, cuando regresé, el tipo todavía estaba allí.



Sobre Iquitos y "la fiebre del caucho":

-Reverte, Javier. El río de la desolación.

-Vargas Llosa, Mario. El sueño del celta.

-Rivera, José Eustasio. La vorágine.



viernes, 2 de diciembre de 2011

Irma en el río



En la lancha que nos lleva a Iquitos (en la Amazonía, a los barcos de carga con uno o dos puentes para que los pasajeros cuelguen sus hamacas les llaman lanchas) encuentro un buen puñado de extranjeros, más de los que esperaría en esta época del año. Magdalena es de Cádiz como yo, profesora de instituto, como yo, y ha pedido una excedencia para viajar, igual que yo. Compartimos con ilusión experiencias, rutas, destinos y, por supuesto, recuerdos de nuestra tierra. Mateo, el joven francés con el que estuve en Pacaya-Samiria, juega a las cartas sentado en el suelo con una pareja de compatriotas. Cinco o seis estadounidenses de mediana edad, que son los únicos que han contratado algunos de los pocos camarotes que tiene la lancha, pasan el día ensimismados en sus macbooks. Un italiano con aspecto de windsurfero intenta convencernos a Alex y a mí de que nos unamos en Iquitos a una sesión de ingesta de ayahuasca, con un “auténtico chamán” que conoció en una ocasión anterior. Me interesa más hablar con Irma.

Irma, mi vecina de hamaca, tiene cuarenta y cinco años y es natural de Iquitos, donde siempre ha vivido. Su rostro, de pómulos marcados, ojos rasgados y boca carnosa, sigue siendo bello, aunque sin duda tuvo que ser arrebatador, y sus movimientos desprenden todavía cierta sensualidad, a pesar de su generoso sobrepeso. Irma tiene esa necesidad de comunicación propia de las personas que pasan mucho tiempo con niños, y poco a poco termina por narrarme de cabo a rabo toda su vida. A los dieciséis ya era una mujer casada, pero su marido no le salió bueno. Le pegaba, la engañaba (hasta tres veces llegó a descubrirlo con otras mujeres en su propia cama), bebía y se gastaba en fiestas el dinero que obtenía comerciando con madera. Irma crió a sus cuatro hijos mayores, dos varones y dos hembras, en las lanchas del Amazonas, vendiendo en las pequeñas comunidades la ropa que compraba en la calle Gamarra de Lima. Fue sin duda una época dura, pero ella dice que la echa de menos. Más tarde, para que los hijos pudieran estudiar, montó una tienda de abarrotes en su casa de Iquitos. Su marido, al fin, la abandonó hace tres años. Se fue a vivir con una chica de dieciséis, que pronto lo dejó también por un chico más joven. Ahora vive amancebado con otra niña de dieciséis. “Me dan pena esas chiquillas” me dice Irma “son pobres, y sus propias madres las arrastran a irse con algún hombre mayor que las pueda mantener”. Su marido, al parecer, no está tampoco muy contento con su nueva novia. Dice que sólo piensa en irse de fiesta, que se pasa el día escuchando reaggeton, y que no atiende a las labores de la casa. Quiere volver, pero Irma tiene muy claro que, ahora que se ha librado de él, no piensa aceptar que vuelva.

Irma vive ahora de lo que le dan sus hijos. Los dos varones tienen buenos trabajos, y las chicas han hecho muy buenos matrimonios. Todavía tiene a su cargo a sus dos hijos menores, de doce y de seis años, y a un nieto de cinco. Es producto del efímero noviazgo que su hija mayor, Evelyn, tuvo con un músico colombiano, y ahora que Evelyn se ha ido a vivir a Suiza con su actual marido, un médico de esa nacionalidad que conoció en la discoteca Noa, el chiquillo se ha quedado con la abuela. A Irma Evelyn y su marido le mandan fotos de las visitas turísticas que hacen, y ella queda fascinada. “¿Tú sabes dónde está Cuba? Hay unas playas maravillosas, allá” “También he visto una ciudad que tiene las calles inundadas de agua, Como Belén en invierno, pero con unos edificios y unos puentes preciosos, ¿tú sabes cuál es?”

Irma viene de pasar un mes con su otra hija, que se ha casado con un ingeniero italiano que también conoció en el Noa, y que vive de momento en un yacimiento petrolífero en el Alto Huallaga, donde su marido está destinado. El Alto Huallaga, por otra parte, es una zona famosa por su alto nivel de narcotráfico, la actividad  a la que se dedican ahora los pocos militantes que quedan del grupo terrorista “Sendero Luminoso”. Irma ha visto los paquetes de coca expuestos en los mostradores de las tiendas como si fueran queso fresco (es lo que ella, al principio, pensó que eran) y ha visto dos cadáveres flotando en el río a su paso en el autobús. En los pueblos del Alto Huallaga, le dijeron, y yo lo sé, la vida no vale nada.

Sólo al final, Irma me expone su verdadera preocupación. Su hija menor ha sido madre, hace veinte días, pero no quiere a su hijo. Fue intervenida prematuramente, con cesárea, porque no aguantaba más la gravidez, y ahora no quiere coger al niño, ni mucho menos darle de mamar, porque dice que le va a estropear la figura. Su marido le consiente todo, y le han propuesto a Irma que se lleve al niño también para Iquitos. “Pero yo no puedo con un niño de 20 días. En fin… ya se acostumbrará a ser madre”.

Por lo demás, todo me resulta familiar. Las largas horas tumbado en la hamaca, leyendo o conversando. La cola, con un cuenco de plástico y un tenedor en la mano, para recibir la comida. El sopor del mediodía. La ducha a las cuatro de la tarde con agua del río, tibia, que te desprende del pegajoso sudor, aunque también haya que hacer cola. Y después, el milagro. El prodigio cotidiano. El sol que dora las copas de los árboles. Las comunidades de chozas de madera y techos de palma bañadas por una luz de oro. Las canoas llenas de pescado. Los hombres que acarrean sacos o enormes racimos de plátanos, bañados por una luz de oro. Las adolescentes, de piernas morenas y torneadas, de larga melena negra, con bandejas de juanes (o de piña, o de pescado ahumado) sobre sus rectas cabezas, y bañadas por una luz de oro. Y siempre, flotando en la luz, ese colorido, fluyente, cambiante, omnipresente revuelo de niños. Han improvisado una portería frente al acantilado, y a cada gol sigue un chapuzón para recuperar el balón, y un niño moreno y ágil que sube luego los escalones de barro como un gato, su cuerpo brillante bañado en una luz de oro. No cabe imaginar una infancia más feliz.


martes, 29 de noviembre de 2011

La selva silba




Recuerdo entrañablemente cómo en 2007, con los niños de la Casa-hogar de Tablada de Lurín, en Lima, monté una obrita de teatro de tema ecológico que encontré en internet, y que se titulaba “La selva silba”. Hasta ahora, que por fin he estado en una zona de selva completamente virgen, sin presencia humana, ni siquiera en forma de comunidades indígenas, no he comprendido la verdad de dicha afirmación. La selva silba, y grazna, y chasca, y retumba constantemente. Se apaga un poco en las horas de calor, y al atardecer revive con nuevos ritmos. No es ninguna algarabía. Es un compás hipnótico y subyugante, pleno de cadencia. Sonidos inclasificables, que podrían provenir de los más exóticos instrumentos musicales de viento y percusión, se agrupan en fugas, cambios de ritmo, réplicas y contrarréplicas, superposiciones, cambios de escala y de volumen. Un verdadero concierto de infinitas variantes que, si uno sucumbe a cerrar los ojos, te transporta y adormece. Mis guías conocen a cada animal que emite estos singulares sonidos, pero me resisto a preguntarles. Yo, que tengo tendencia a racionalizarlo todo, sólo puedo vivir esto como experiencia estética. Haría falta una vida entera para abarcarlo, para entenderlo. Lo prefiero así, inexplicable y enigmático. 







Nos deslizamos suave y silenciosamente, con escasos golpes de remo, dejándonos arrastrar por la corriente. Las lianas de los árboles se nos enredan en la cara, y a menudo tenemos que agacharnos, o incluso tumbarnos en la canoa, para evitar los troncos de los árboles. Una sensación de inminencia flota en el aire. Buscamos animales. Cuando nuestros guías ven alguno (un oso perezoso, un mono blanco o babuino, una manada de monitos fraile, un pájaro carpintero o una pequeña anaconda de dos o tres metros) lo señalan en silencio con el dedo. Sólo al cabo de un rato logramos verlo, y entonces nos cuesta trabajo entender cómo no nos habíamos dado cuenta antes de que estaba allí. Otros animales son más fáciles de ver. Los lobos de río pasan en manadas a nuestro alrededor, nadando con medio cuerpo fuera del agua. Cuando nuestros guías los acosan las hembras adultas se revuelven en defensa de sus crías, y varias llegan a morder el remo, dejando profundas marcas en la madera. En las lagunas, los delfines rosados asoman sus lomos muy cerca nuestra para respirar, y constantemente las garzas blancas y negras y los martines pescadores alzan el vuelo a nuestro paso. Cuando, a la luz dorada del atardecer, tucanes y guacamayos vuelan sobre las copas de los árboles, no puedo evitar pensar en algún cuadro de Henry Rousseau. Y las multicolores mariposas son una lluvia de confeti.

Por la noche salimos a pescar con linterna y con arpón, y a ver cocodrilos. Pequeños troncos oscuros flotando en el río, con dos puntos en un extremo, los ojos, rojos como las brasas de un cigarro. En esta zona no pasan de los dos metros, pero más abajo, en Pastococha, alcanzan los cinco, seis y siete metros. El largo de nuestra canoa. Para llegar a Pastococha, por donde es imposible navegar de noche como ahora estamos haciendo, y por supuesto bañarse a cualquier hora del día, hacen falta un mínimo de catorce días. Los biólogos y los fotógrafos profesionales de naturaleza no pasan menos de veinticinco días dentro de la Reserva Natural Pacaya-Samiria. Nosotros vamos a estar ocho. Esteban, uno de los guías, atrapa un tronco flotante con las manos desnudas. Es un lagarto blanco de poco más de un año de edad. Lo llevamos al refugio, y Esteban insiste en que nos fotografiemos con él. Aunque no me agrada mucho marear a los animales, accedo. Por alguna insinuación que hace, me da la impresión de que a la menor señal de aceptación por nuestra parte, lo hubiera asado a la parrilla sin el menor embarazo. Puede que para ellos sea lo más natural, pero en Iquitos es posible probar la carne de caimán de vivero, y los turistas no venimos, no deberíamos venir, a las reservas a comernos a los animales protegidos.



Dormimos en refugios que apenas son un techo de hojas de palma sobre una plataforma elevada, en colchonetas extendidas en el suelo, dentro de la mosquitera. Comemos en cualquier rincón de la selva, pescado sancochado en agua del río, con plátano verde. Somos niños de siete años. Niños sorprendidos, asombrados, ignorantes y dependientes. Nuestros guías se suben a los árboles para coger fruta, pescan con sedal y con arpón, se abren paso con el machete, en tres minutos hacen una fogata para cocinar… y nosotros pedimos permiso para todo (¿puedo colgar la hamaca aquí?, ¿puedo bañarme acá?),  y todo nos suscita un “qué” o un “por qué”. Si vemos un animal o algo que nos sorprende nos limitamos a señalarlo como bebés con el dedo, y, refugiados en la canoa bajo un gran plástico, mientras el aguacero atrona, me contengo las ganas de preguntar si falta mucho para llegar. Al atardecer, en el refugio, soltamos el sedal con carnaza de pescado, y de inmediato comenzamos a sacar pirañas, una tras otra, exactamente en el mismo lugar donde nos acabamos de bañar. Miramos a nuestros guías boquiabiertos, y ellos ríen como si nos acabaran de gastar una broma. Es casi imposible que pase nada si no tenemos heridas con sangre (a partir de ese momento, decidimos bañarnos con las botas de caucho para no herirnos accidentalmente los pies), y además estas pirañas son pequeñas. Otra cosa sería en Pastococha. Por muchas experiencias que uno tenga, siempre hay algo que queda más allá.

Caminando por la selva nos enseñan de qué raíces podemos sacar agua para beber, y con cuál podemos hacer una infusión que retrase el efecto mortal de las picaduras de serpiente, hasta poder tener acceso a un antiofídico. Con la misma naturalidad nos cuentan que el antiofídico no hace efecto si lo administra una mujer embarazada o alguien que haya tenido relaciones sexuales la noche anterior, y que en la posta sanitaria o donde sea que se esté, debe haber absoluto silencio. Escuchar la conversación de alguien que tenga mal espíritu, aunque sea a lo lejos, puede llevar a la muerte a la persona que ha sido mordida. También nos muestran una planta que traspasa la “saladera” (el gafe, la mala suerte). Uno debe bañarse con su infusión en algún punto donde habitualmente pase gente pero a las doce de la noche, sin que nadie te vea. Al día siguiente, la saladera se trasladará al primero que pase por allí. Dentro de los ceibos (que acá llaman “lupunas”) vive el Chuyachaki: un hombrecillo que avisa dando golpes en la aleta (las enormes raíces triangulares del ceibo) cuando se avecina una tormenta. Entre las aletas del ceibo es posible, si el Chuyachaki no molesta, componer con hojas de palma un refugio para dormir a salvo del puma, aunque mejor elegir un ceibo más pequeño que éste.


La reserva natural Pacaya-Samiria, situada entre los ríos Marañón y Ucayali, y que apenas recibe 1500 visitantes por año, abarca una extensión de más de dos millones de hectáreas, y es el área protegida más grande de la Amazonía inundable, por lo que forma parte desde 1986 de la lista RAMSAR de Humedales de Importancia Internacional. En la periferia de la reserva, la llamada “zona de amortiguamiento”, habitan más de cincuenta mil personas en distintas comunidades indígenas y mestizas, siendo Lagunas la mayor de todas ellas, y otros 30.000 nativos siguen viviendo en distintos puntos del interior. Todos ellos subsisten del aprovechamiento sostenible de los recursos naturales de la reserva. En la reserva está permitida la pesca, incluso con fines comerciales, pero no así la tala de grandes árboles o la caza o captura de animales terrestres y aves. Gran parte de los pobladores de las zonas circundantes han sido capacitados para ejercer labores de guía turístico, como es el caso de los nuestros, y de guardaparques remunerados por el estado. Los colegios de la zona, desde hace unos años, se encargan de recoger los huevos de tortuga en la época de desove, incubarlos en cajones de arena y, en la fecha adecuada, liberar las crías en distintos puntos del parque para poder controlar su número (nosotros coincidimos una noche con 23 escolares de ambos sexos que acudían, con sus propias canoas, su profesor de Naturales y varios barreños llenos de tortuguitas, a proceder a su liberación. Para ellos era como una excursión de fin de curso). Recuerdo ahora que muchos de los habitantes de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que habité en octubre de 2010, tenían purinas: pequeños refugios en lo más intrincado de la selva a donde les gustaba retirarse para cazar, pescar y “estar tranquilos”. Yo no entendía que les gustase mudarse de sus casas en la selva para ir a otro lugar en la misma selva. Ahora lo entiendo. Yo, que en la selva siempre he estado en lugares habitados o en sus alrededores, no había visto nunca nada como esto, y me sorprendo ahora pensando que hubo un tiempo en que toda la inmensa Amazonía fue así. En que toda la selva silbaba.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Lagunas



En el trayecto hacia Lagunas, en una apacible travesía de ocho horas, conozco a Alex y a Mateo, los únicos extranjeros, junto conmigo, que viajan a bordo de El romántico II. Alex es español, de Barcelona, tiene 38 años y administra con su socio un restaurante en Girona. Ambos han llegado al acuerdo de trabajar seis meses cada uno al año, y Alex dedica el resto de su tiempo a viajar. Este año ha tocado Sudamérica. Mateo tiene 27 años, es francés, técnico medioambiental, y lleva también varios meses viajando por acá. Mateo se defiende regular con el castellano, aunque le pone mucho empeño. Dice que lleva casi todo el tiempo entendiéndose en inglés. Le digo que, ahora que ha abandonado las rutas más turísticas de Argentina, Chile y el sur de Perú, su español mejorará. Los tres vamos a Lagunas por el mismo motivo. Visitar la reserva natural Pacaya-Samiria.

Cuando llegamos a Lagunas, ya de noche, un señor alto y espigado, de piel curtida y cabeza rapada, sube a recibirnos. Conoce los nombres de Alex y el mío, y rápidamente concluimos que los mototaxistas de Yurimaguas le han avisado a través del celular.

-Me llamo “Yeims”. “Yes Yeims”. Pero podéis llamarme (pronunciando a la española) “James”. Mi padre leía mucho y me puso un nombre muy raro.

Nos muestra su carnet de identidad, y literalmente, pone: “Nombre: Jesset Jame”. Me río por dentro cuando lo veo, y pienso que su nombre no resulta una buena carta de presentación para el trabajo que desempeña pero, no sé por qué, prefiero no explicarle quién fue Jesse James. James trabaja de “jalador” para Estypel, una de las agencias que organizan excursiones a la reserva. Nos acompaña a ver varios hoteles, todos muy básicos, y nos decidimos por uno que tiene un bonito patio con hamacas, un par de plataneras y mesas y sillas hechas con troncos de árboles. Nos propone acompañarnos a un restaurante y después a la agencia, nos damos cuenta que no se va a despegar de nosotros hasta que hayamos contratado el tour, y preferimos despedirnos de él. Mañana, tranquilamente, visitaremos las distintas agencias antes de tomar una decisión.

Al día siguiente James está en la puerta del hotel de nuevo. Le decimos francamente que queremos estudiar las distintas ofertas por nuestra cuenta, y él no pone la menor resistencia. Al mediodía, de todos modos, estamos en Estypel cerrando el trato, y negociando el precio según lo que nos había ofrecido la competencia. La agencia para la que trabaja James, propiedad de Manuel Rojas, es la más antigua de Lagunas y la que cuenta con guías más experimentados, entre ellos los propios hijos de Manuel. Hace muy poco tuvieron todos que trabajar duro, incluso el propio Manuel, que ya está retirado de los tours, para ingresar en la reserva con 100 estudiantes de una facultad de Biología de Lima, y ahora están celebrándolo con unas cuantas cajas de cerveza. En Lagunas son castellanohablantes pero, quizá por influencia del showi, la etnia de la que casi todos los habitantes de Lagunas proceden, su acento es cerradísimo y, cuando hablan entre ellos, es imposible entender nada. Tomamos un par de cervezas y cuando nos vamos a despedir, James se levanta de inmediato. “Eso, pues. Vamos a pasear”. James sigue sin querer despegarse de nosotros, aunque el trato ya está cerrado. Simplemente, es un tipo sociable.

Cuando volvimos de la reserva tuvimos que esperar tres días y dos noches a que pasara la lancha con dirección a Iquitos, desayunando chicharrones y café en el mercado y cenando pollo frito con plátano frito, que es lo único que ofrecen en el único restaurante de la ciudad. Alguna vez almorzamos en una casa particular que ofrecía comidas, pero había que llegar muy temprano porque la poca cantidad que cocinaban se acababa enseguida. La verdad es que es muy fácil hacerse con Lagunas, y con su ritmo de vida.











El censo de Lagunas alcanza los 4.000 habitantes, aunque viven muy extendidos, en chozas de madera y palma con pequeños jardines en los que se cultivan plátanos y mangos. En Lagunas hay dos calles asfaltadas, sobre las cuales cuando se camina hace el doble de calor que sobre las demás. El parque automovilístico consta de tres coches, el de la policía, el de la posta médica y el del municipio; un puñado de mototaxis y alguna motocicleta particular. En Lagunas sólo hay corriente eléctrica de seis a once de la noche y de cinco a siete de la mañana, que es la hora a la que el pueblo presenta una mayor actividad. El resto, un rumor de sombra en las hamacas. Un ver pasar el día en las esquinas de las mecedoras. Y un enjambre de niños que brotan como mosquitos al atardecer, y alegres zumban sobre las calles de tierra.