"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

jueves, 30 de junio de 2011

Vida del Che (2).


…En Guatemala, Ernesto Guevara se gana la vida realizando eventuales reportajes fotográficos para diversos medios y, sobre todo, ejerciendo de fotógrafo callejero para parejas y familias en las plazas de la capital. Se pone en contacto con el Partido Guatemalteco del Trabajo, ejerce como médico en los sindicatos y participa activamente en la política interna del país. Mantiene un romance con la economista y exiliada peruana de origen quechua Hilda Gadea, con quien, más tarde, en México, tendrá una hija, y se une en amistad con un grupo de exiliados cubanos que habían participado en el frustrado asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, bajo las órdenes de Fidel Castro. Son ellos los que comienzan a llamarle “el Che”, por su costumbre, común a casi todos los argentinos, de usar a menudo esta interjección.

Su etapa guatemalteca también fue la época de su vida en que más tiempo dedicó a la producción poética. Allí, en Ciudad de Guatemala, en 2008, en un puesto callejero de la Plaza de Armas, compré dos ejemplares de su Poesía completa, editada por la Universidad de Guatemala: uno para mí y otro para regalárselo a mi amable anfitriona, Lidia Jiménez. En dicho libro encontré el siguiente poema en prosa, en el que creo reconocer las influencias de Rimbaud y del Neruda de Residencia en la tierra, que considero de cierto valor literario, y que contiene en sus líneas finales una declaración de intenciones que el tiempo convertirá en premonitoria:


(…) El mar me llama con su amistosa mano. Mi prado –un continente- se desenrosca suave e indeleble como una campanada en el crepúsculo. La ciencia que muestra un microscopio negro es un médico almidonado frente  a una registradora. El arte… todo lo que el arte muestra es la estéril mecánica de una Leica. Un indio cargado de penas y temores (y también de añoranzas por aquello que fue aunque no fuera y cuyo retorno anhela), una sonrisa estúpida de coca, alcohol y hambre. Un sexo vendido al peso –muy barato en América-. Un recuerdo indiferente de glándulas vacías. Guatemala, que me dejaste una amplia herida en el flanco y una mujer que encuentra en sus pesares la oportunidad de succionarlas y succionarme, un vago sentimiento de sollozo dilapidado. Y hay un hilo que une, una  a una, las cuitas: es el grito del hombre que despierta. Así cuando este día con mano temblorosa pongo mi prisa en un registro ambiguo. Con el sabor extraño de fruto encajonado antes de consumar la madurez al árbol. A veces no percibo su llamado desde mi alada torre de viejo solitario, pero hay días que siento despertar al sexo y voy a la hembra, a mendigar un beso; y sé entonces que jamás besaré el alma de quien no logre llamarme camarada… Sé que los perfumes de valores puros llenarán mi mente de fecundas alas. Sé que dejaré los agnósticos placeres de copular ideas sin funciones prácticas. Sé que el día del combate a muerte hombros del pueblo apoyarán mis hombros, que si no veo la total victoria de la causa por que lucha el pueblo, será porque caí en la brega por llevar la idea hasta un fin supremo, lo sé con la certeza de la fe que nace quitando del plumaje el cascarón antiguo. 


Esa misma tarde, en el tradicional bar “El Portal”, del que al parecer el Che era asiduo, continué narrándole a Lidia esta historia:


Cuando en septiembre de 1954, apoyado y auspiciado por la CIA, y con participación de la aviación militar estadounidense, se produjo el golpe de estado que acabó con la presidencia de Jacobo Arbenz, el Che, con sus amigos cubanos, se vio obligado a exiliarse a México. Allí conoció a Fidel Castro, que llevaba años en el exilio preparando la guerrilla que había de derrocar la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba. Fidel contaba con una amplia red clandestina de resistencia urbana en las más importantes ciudades cubanas, y sólo faltaba que él se personara con sus hombres para iniciar la revolución armada. El Che se unió, en su condición de médico, al proyecto y, tras un periodo de entrenamiento militar, junto con Fidel y otros setenta y nueve hombres, desembarcó en Cuba en diciembre de 1956. Dado su valor casi temerario y su capacidad de liderazgo, pronto superó su inicial condición de médico de la guerrilla, y fue nombrado comandante de la octava columna (Fidel sólo contaba con cinco columnas, pero las había numerado de modo que parecieran más). Desde el campamento base en Sierra Maestra el Che montó “Radio Rebelde” que dio a conocer la revolución en todo el mundo, y la suya, junto a la de Fidel, pronto fue una de las voces más conocidas de la guerrilla ante la opinión pública internacional.

En abril de 1958 es enviado en avanzadilla con su columna a la sierra del Escambray, en la zona centro de la isla. Allí conoció a Aleida March, que comenzó siendo su secretaria y pronto sería su prometida. Y desde allí, desde la sierra del Escambray, con su ejército de campesinos adolescentes que lo idolatraban, y a los que él mismo se encargaba por las noches de alfabetizar, tomó el 1 de diciembre la ciudad de Santa Clara, en lo que fue la batalla más determinante de toda la revolución. Un mes después, la madrugada del  uno de enero de 1959, el dictador Batista abandonaba el país, y el tres de enero, cinco días antes que Fidel Castro, el comandante Che Guevara entraba triunfante en La Habana. 





Tengo muy presente en mi mente dos fotos del Che, ambas de enero del 59. En una de ellas se encuentra en el aeropuerto “José Martí” de La Habana. Ha acudido a recibir a sus padres y a sus hermanos que, seis años después de que dejara Argentina, han venido ahora a verlo. Está con el uniforme militar del que prácticamente ya no se volvería a despojar, sentado en un banco de la sala de espera del aeropuerto, los brazos extendidos sobre el respaldo, el tobillo del pie derecho descansando sobre su rodilla izquierda, la cabeza hacia atrás y una amplísima sonrisa en el rostro. A su lado, su hermano pequeño lo mira embobado, boquiabierto, como si estuviera contemplando a un semidios. La otra es una postal que me regaló Carmen Macías en La Habana, hará unos diez años, y que desde entonces reposa en una estantería de mi dormitorio de Sevilla, junto con la biografía del Che, y alguno de los libros que escribió durante su vida. Se trata en realidad de una sucesión de fotogramas de una entrevista que le hicieron en la televisión cubana. En ellos se ve a un Che pletórico, sonriente, irónico, que bebe café y fuma su puro mientras escucha las preguntas del entrevistador desde una postura de total superioridad y seguridad personal. No he encontrado en Internet ninguna de las dos fotos (aunque la de abajo podría ser uno de los fotogramas de los que hablo), pero en todas las que veo de esa época muestra la misma actitud relajada, suficiente, casi arrogante. En todas desprende una sensación de absoluta plenitud. La sensación de un hombre que se ha propuesto objetivos difíciles de cumplir, que se visto obligado a superar pruebas de gran dureza, y que ha salido triunfante de su empresa. Es un estado que algún día, siquiera sea por un tiempo, me gustaría alcanzar.


(Continuará)

Esencia rioplatense

Hace tiempo alguien me contó (este chiste sólo lo entenderá la gente de mi tierra) que si pudiéramos exprimir la ciudad de Sevilla como si fuera una naranja, hasta quedarnos sólo con su esencia más pura… lo que quedara sería Jerez de la Frontera. Del mismo modo se podría decir que si exprimiéramos la megalópolis de Buenos Aires hasta que sólo quedara su más genuina y tradicional esencia, al menos aquella que un europeo espera encontrar en el río de la Plata, lo que nos encontraríamos se parecería mucho a Montevideo. Montevideo, donde todo el mundo camina por la calle con su termo, su mate y su bombilla, donde adoran el tango (y el tango de sala, el que baila la gente, me recalca Sandra Míguez, no el tango escénico, destinado al espectáculo, tan habitual en Buenos Aires). Montevideo, donde los carros tirados por caballos de los cartoneros nos recuerdan constantemente  la vecindad de la pampa, donde la tradición gauchesca está viva y presente (no en vano el héroe nacional, José Artigas, fue un gaucho que comandaba un ejército de gauchos). Montevideo, con sus “casas chorizo”, sus milongas, sus boliches de barra de madera. Montevideo con sus gentes tranquilas y campechanas, como los argentinos de provincias. Montevideo con sus librerías de viejo, con sus plazas arboladas, sus anticuarios. Montevideo, con su apacible ritmo de vida, representa para el visitante europeo la esencia de lo rioplatense.

(Montevideo, además, cuenta con el mar. No es el mar, es el río de la Plata, pero aquí su embocadura es ya tan ancha que parece el mar. Una extensísima rambla bordea toda la ciudad, y a lo largo de ella se despliegan infinidad de pequeñas playas, sin duda abarrotadas de bañistas en verano, y ahora, en un soleado día de mayo, poblada por vecinos que pasean a sus perros. Caminando por la rambla, desde Punta Carretas hasta el centro histórico, me acuerdo del Paseo Marítimo de mi ciudad natal. Y mucho más me acuerdo de Cádiz cuando ingreso en las calles de la Ciudad Vieja. Calles angostas flanqueadas de balcones. Calles traspasadas por el sol; calles que comienzan y acaban en el mar, en el río de la Plata. Por eso no me extraño demasiado cuando, en el Museo del Carnaval, cerca del Mercado del Puerto, me entero de que aquí también hay “murgas” -“murgas”, en mi tierra, se llaman en Huelva, y también en las islas Canarias, paso obligado durante siglos entre España y Sudamérica. En Cádiz son “chirigotas”, pero lo mismo da-.  Escucho sus tonadas, con letras satíricas que comentan en clave de humor la actualidad; contemplo sus disfraces y la composición de las agrupaciones -entre trece y diecisiete personas con bombo, platillo y caja, sólo faltan las guitarras-; y le encuentro a todo una gran semejanza con el carnaval de mi ciudad. Al parecer no es en absoluto casual. En 1909 llegó a Montevideo, formando parte de un grupo de zarzuela, una chirigota que se denominó “La gaditana” y que durante varios días estuvo cantando y pasando el platillo por las calles. Tanta repercusión tuvo que en los carnavales del año siguiente surgió una murga llamada “La gaditana que se va” que parodiaba lo ocurrido. Así se inauguró el nuevo género del carnaval en Montevideo. Hasta ese entonces lo único que existía era el “candombe”, que sigue coexistiendo con las murgas, y que son desfiles de origen y ritmos afroamericanos, introducidos por los numerosos esclavos negros que, hasta el siglo  XIX, hubo en el país. Montevideo es Cádiz con más negritos. Cádiz es Montevideo, con más salero. Me quedaré con las ganas de ver actuar a las murgas en los tablados que se montan en todos los barrios de la ciudad, durante los carnavales. A los “tablaos” de Cádiz, y a la Plaza de las Flores, volveré.) 

Buenos Aires, ya, es mucho Buenos Aires. O mejor, Buenos Aires son muchos Buenos Aires. En muchas zonas de Once o Caballito uno creería estar en el barrio de la Victoria de Lima, y sus tristemente famosas “villas miseria” no son distintas de los “pueblos jóvenes” de la capital de Perú. En las calles repletas de lujosas tiendas de moda de Recoleta uno creería estar en Roma o en Milán. Salir por la noche por Palermo es como salir por el Soho londinense, y tumbado en la hierba del parque Tres de Febrero, cerca del lago, podría uno pensar que se encuentra en Saint James's Park. El Microcentro, con su calle Corrientes, se me da un aire a la Gran Vía madrileña. Pero San Telmo… San Telmo, con sus “casas chorizo”, sus milongas, sus boliches de barra de madera. San Telmo con sus gentes tranquilas y campechanas, como los argentinos de provincias. San Telmo con sus librerías de viejo, con sus plazas arboladas, sus anticuarios. San Telmo, con su apacible ritmo de vida… San Telmo sí. San Telmo es como estar en Montevideo.

lunes, 27 de junio de 2011

Alta Gracia. Vida del Che (1).


La localidad de cincuenta mil habitantes de Alta Gracia, a 36 kilómetros de la ciudad de Córdoba (Argentina) fue en su origen una estancia jesuítica. Aquí, y en otras cinco enormes estancias que hoy son visitables en la zona, los miembros de la Compañía de Jesús, con la ayuda fundamentalmente de esclavos de origen africano, y de unos pocos indígenas que trabajaban la tierras en régimen de encomienda, se dedicaron desde el siglo XVII a la agricultura y a la ganadería con fines comerciales, siendo quizá la cría de mulas con destino a trabajar en las minas de Potosí la más productiva de sus actividades.


Con el dinero obtenido los jesuitas podían financiar sus proyectos educativos y evangelizadores sin necesidad de someterse a la corona española ni a los grandes terratenientes, cosa que todas las demás hermandades hacían mediante la venta de bulas y otras prebendas eclesiásticas. Así, de forma independiente, se pudo poner en pie la hermosa Universidad de Córdoba, de origen jesuítico, y que sigue teniendo un enorme prestigio en el país; y financiar las famosas “misiones”, pronto hablaré de ellas, en territorio guaraní, hasta que éstas fueron también autosuficientes.

Cuando en 1767 los jesuitas fueron expulsados de los territorios españoles, la estancia pasó por diversos dueños, siempre en decadencia, hasta que en 1868, por voluntad de su último dueño, don José Manuel Solares, considerado el patriarca y fundador de Alta Gracia, la tierra pasó a ser propiedad de quien la trabajaba, y Alta Gracia adquirió la categoría de Villa. Desde muy pronto, el clima seco, moderado y apacible de la nueva ciudad, muy beneficioso para las enfermedades pulmonares y respiratorias, atrajo la presencia de nuevos residentes que buscaban aliviarse de la tuberculosis, la enfermedad que tanto se extendió durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, convirtiéndose el turismo de salud en la principal fuente de ingresos de la localidad.


Hoy en día es muy fácil advertir esta historia en la fisonomía de la ciudad, dominada en su centro por la primitiva estancia, que constituye una visita de gran interés, y por el tajamar que los jesuitas construyeron para disponer de agua y hacer mover los molinos, y que en la actualidad es el centro de un agradable parque urbano.


A un lado de la estancia se extiende el casco comercial de la ciudad, coincidente con el asentamiento poblacional originario, mientras que al otro, antiguamente tierras de labor, ha crecido durante los siglos XIX y XX una zona residencial de casas de clase media-alta, de cuando la época de la tuberculosis, que sigue funcionando como ciudad-dormitorio de Córdoba capital.


Mi coterráneo, el músico gaditano Manuel de Falla, habitó durante su exilio argentino, enfermo de tuberculosis, hasta su muerte, una de estas casas, que hoy es un interesante museo. Allí pasé toda una tarde conversando con Noemí, la responsable del museo, gran melómana y ferviente admiradora de la música de Falla, sobre la ciudad de Cádiz, que lógicamente le interesaba mucho, sobre los movimientos artísticos de la primera mitad del siglo XX y hasta, al final, sobre Cristóbal Colón, los conquistadores y la obra jesuítica que tanta influencia ha dejado en la provincia de Córdoba. No fue la única conversación que tuve en el día. Por la mañana había tenido una buena charla sobre fútbol con el chico encargado del albergue en que me alojaba, y por la noche, cuando entré en un bar a tomar un trago antes de acostarme, terminé conversando sobre política con el camarero a puerta cerrada, y tomando dos copas más a cuenta de la casa. “Eso lo hacen porque sos extranjero”, me diría luego en Rosario Sonia Delgado, “entre nosotros no nos mostramos tan simpáticos”. Es posible, claro. Si no, entre otras cosas, los bares no harían negocio. Pero mi experiencia es que el argentino es un pueblo extraordinariamente afable y que, sobre todo en las pequeñas localidades, es muy difícil que el viajero se sienta solo.

A pocas cuadras de la casa de Falla se había mudado en 1930 la familia Guevara, buscando un alivio para el problema de asma que aquejaba a su hijo Ernesto, quien por aquel entonces contaba con dos años de edad. Debido a ello, Ernesto Guevara pasó su niñez y su primera adolescencia en este agradable y plácido lugar, escuchando probablemente a lo lejos las notas del piano de Manuel de Falla; aficionándose al fútbol y a la práctica del deporte en general a pesar de su constante lucha con el asma; y cultivando una afición, la lectura, en ese momento los clásicos de aventuras de Julio Verne y Emilio Salgari, que tendría que acompañarlo, aún en las condiciones más inhóspitas, hasta su muerte. En 2001, cuando el municipio decidió vencer sus escrúpulos ideológicos en pro del desarrollo turístico de la ciudad, la antigua casa de la familia Guevara se convirtió en el Museo del Che.



Según su nana, doña Rosario González de López, de la que se conservan testimonios en el museo, Ernesto era un niño extremadamente inteligente y curioso, componía collages con frases y recortes de periódico, anotaba meticulosamente sus lecturas en un cuaderno, y pronto comenzó a jugar con cierto nivel al ajedrez. Eso no impedía que también fuera muy activo, travieso y rebelde, y de una testarudez que le hacía a menudo tener mal carácter. Pero, por encima de todo, doña Rosario destaca su gran corazón y su desprendimiento: “todo lo que le daban lo compartía. No quería nada para él”.

Esta curiosidad y rebeldía cuajó pronto en un espíritu ácrata y viajero. Con 21 años emprendió en solitario su primer viaje, en una bicicleta a la que había adosado un motorcito, por las provincias del noroeste de Argentina, en lo que fue su primer contacto con la realidad del mundo andino, y donde escribió su primer diario de viaje (costumbre, la escritura, que también le acompañó hasta el final de sus días, haciendo siempre gala en todos sus escritos, ya sean libros, diarios, reportajes, discursos o cartas personales, de una elegante y muy irónica prosa).

Con 23 años, siendo ya estudiante de Medicina en Buenos Aires, emprendió en compañía de su amigo Alberto Granado su primer gran viaje por Latinoamérica en la moto que apodaron “La Poderosa II”. Juntos bajaron hasta Bariloche y realizaron el Cruce de Lagos,  fueron subiendo hasta Santiago, donde la moto dejó definitivamente de funcionar, y viajando en camiones visitaron la mina de Chuquicamata, el lago Titicaca, ya en Perú, y Cuzco y el excepcional yacimiento arqueológico de Machu Picchu, que le impresionó tanto como a todo aquel que lo visite, y que le hizo escribir un artículo, ilustrado con sus propias fotografías (otra afición a la que sería fiel hasta el final), que se publicó en la revista “Siete”.


Desde Pucallpa navegaron hasta Iquitos, donde pasaron un tiempo colaborando (lo que hoy llamaríamos “hacer un voluntariado”) en el leprosario de San Pablo, a la orilla del Amazonas. Después seguirían en balsa por el río hasta la triple frontera, donde tomaron un avión a Bogotá y, un tiempo después, un bus a Caracas. En Caracas Granado, que ya era bioquímico, encontró un empleo y se quedó. Ernesto, tras una escala en Miami en la que trabajó de empleado doméstico y lavaplatos, volvió en avión a Buenos Aires para terminar sus estudios. Había viajado durante nueve meses, cumpliendo un itinerario que hoy figura en cualquier guía de mochileros tipo “Lonely Planet”. Pero Ernesto no se sentía exactamente un mochilero. La visión de la injusta realidad social latinoamericana y sus incesantes lecturas (sobre todo, en esa época, del pensador peruano José Carlos Mariátegui, que replanteaba la función de indígenas y campesinos en los movimientos sociales de Latinoamérica desde una perspectiva marxista) habían operado en él un cambio que todavía no acertaba a definir.

Tras aprobar catorce asignaturas en seis meses, ya como Licenciado en Medicina, emprendió su segundo viaje por Latinoamérica. Su intención confesa era, tal como hoy en día hacen muchos jóvenes estadounidenses o alemanes, vagabundear unos años antes de instalarse como médico. Puede que remotamente perviviera en él su antiguo sueño, el mismo sueño de cualquier joven cultivado de la época. Conocer París…

Pero en Ernesto se había operado ya una transformación que lo impelía a trascender la figura del viajero burgués. En Bolivia asistió a las reformas promovidas por el Movimiento Nacionalista Revolucionario, y conoció el Sindicato de Mineros que lideraba Moisés Guevara. Renunció a ir a Caracas, como tenía previsto, para visitar a su amigo Granado, y en Guayaquil embarcó hacia Panamá. Desde allí, haciendo dedo, recorrería Centroamérica hasta llegar a Guatemala, donde había escuchado que el coronel Jacobo Arbenz, presidente electo de la nación, estaba iniciando una verdadera revolución social. 

En esos días su madre habría de recibir una carta suya, en la que le comunicaba una vaga pero firme decisión. Conociendo la testarudez de su hijo, me inclino a pensar que doña Celia sí intuyó lo que las siguientes líneas podían llegar a significar:

A partir de ahora (cito de memoria) no me limitaré a ver ruinas, museos, paisajes y monumentos, sino, además, porque todo eso siempre me interesará, a involucrarme y mezclarme en las luchas de los pueblos.
 (Continuará)

viernes, 3 de junio de 2011

El último confín de la tierra



Una noche de 1869, en Bristol, un joven de 26 años llamado Thomas Bridges le contó a una muchacha su vida y sus proyectos de futuro. Le dijo que a la edad de trece años había viajado con el reverendo Despard, su padre adoptivo, a las islas Malvinas. Que desde allí, como representantes de la Sociedad Misionera Patagónica, habían intentado repetidas veces establecerse en la isla llamada Tierra del Fuego. Le contó de cómo Allen Gardiner y sus hombres, hostigados sin tregua por los indígenas, habían muerto por hambre y congelación en las costas de esta isla. Le describió cómo habían encontrado en Wulaia, enloquecido y con el cuerpo lleno de forúnculos,  a Alfred Cole, único superviviente de la matanza que los indígenas infligieron a la segunda expedición. Le contó también de cómo su padre adoptivo se había dado por vencido y había vuelto a Inglaterra, y de cómo él, que por aquel entonces tenía 18 años, había decidió permanecer en las Malvinas. Le habló de sus esfuerzos por aprender la lengua de los yaganes, y de cómo el conocimiento de ese idioma le había abierto la posibilidad de comunicarse con ellos y fundar una pequeña misión en la bahía que llamaban Ushuaia, que significaba “puerto interior hacia el poniente”. Ahora Ushuaia era un minúsculo asentamiento en el que un pastor protestante y varias familias de yaganes convivían en una paz relativa con el resto de indígenas. Él había venido a Inglaterra para ordenarse también, definitivamente, pastor.

Thomas le habló largamente a la muchacha de ojos asombrados de lo inhóspito del clima, de las eternas y melancólicas noches, de la soledad. Le dijo que la localidad más cercana de Ushuaia era el penal chileno de Punta Arenas, al otro lado del estrecho de Magallanes, pero que era como si no existiera, porque en barco era muy arriesgado llegar hasta allí, y por tierra era completamente imposible. Le dijo que aunque nominalmente ese territorio pertenecía a Argentina, en la práctica estaba totalmente inexplorado. Allí no había médicos, ni gobernador, ni policía, sólo tribus salvajes que escasamente se cubrían con pieles de nutria, navegaban en canoas, se calentaban con hogueras que ardían noche y día, hablaban un idioma extraño para ella, y tenían reacciones impredecibles y a veces violentas. Le dijo, por último, que si de verdad lo amaba, y si aceptaba la propuesta de matrimonio que le acababa de hacer, era allí donde deberían fundar su hogar.

La muchacha desvió la mirada hacia el jardín, y quedó un rato pensativa antes de responder.

Dos días después de la boda tomaron un barco y, cuando Mary Bridges puso pie por primera vez en Ushuaia, ya llevaba una hija de nueve meses en los brazos.  

Allí tendría cinco hijos más, tres niños y dos niñas. Allí atendió a los supervivientes de los numerosos naufragios que se producían en la zona, curó heridas de los yaganes y asistió a muchos partos de sus mujeres, preparó comida para expediciones científicas que se dirigían a la Antártida y, cuando Ushuaia ya era una pequeña colonia en la que ondeaba la bandera argentina, con un gobernador enviado desde Buenos Aires, recogió los bártulos y acompañó a su marido, que había renunciado al cargo de pastor, a otra bahía situada ochenta y cinco kilómetros al este, donde la familia Bridges, auxiliado por  un buen puñado de yaganes convertidos, fundó la estancia ovejera de Harberton, que aún está en funcionamiento.



Sus hijos, que hablaban yagan con tanta naturalidad como hablaban inglés, habían crecido ayudando al padre en trabajos y expediciones, y ahora eran jóvenes estancieros. De todos ellos, E. Lucas resultó ser el más inquieto. Soñaba con atravesar las montañas que hasta los propios yaganes consideraban infranqueables, y en contactar con los legendarios onas, los feroces guerreros cazadores de guanacos que vivían en el interior. En invierno, cuando es posible caminar sobre el hielo sin que éste se rompa, intentó hasta tres veces acceder al otro lado sin éxito, pero al fin encontró un paso. Contactó con los onas y tuvo que usar de toda su astucia y su diplomacia para no ser aniquilado por ellos, participó en sus amistosas competiciones de lucha, aprendió su idioma, pasó muchos días cazando guanacos con ellos y durmiendo a la intemperie. Abrió un camino imposible desde el que después se llamaría lago Fagnano hasta Harberton, a través de las montañas, y otro hasta la costa noreste, donde se encontraba el asentamiento argentino de Río Grande. Con la ayuda de sus ahora amigos los onas, levantó empalizadas y galpones, y fundó en territorio ona una nueva estancia, a la que llamó Viamonte. Se convirtió después en una autoridad entre los onas, intercediendo en sus guerras internas, y los defendió por igual ante los cazadores de indios que, pagados por estancieros de Río Grande, pretendían exterminarlos, como ante los misioneros salesianos que, recluyéndolos, pretendían domesticarlos. Por último, asistió impotente a las dos epidemias de sarampión que acabaron prácticamente con la etnia ona, como poco antes habían acabado en la costa con la etnia yagan.

En 1938 el escritor y viajero A. F. Tschiffely escuchó hablar en Argentina de un viejo colono al que los pocos indios supervivientes llamaban “el gran jefe blanco” y que era considerado algo así como el rey sin corona de la Patagonia, y se propuso encontrarlo. Al fin lo halló, en una estancia perdida de los Andes chilenos, y lo convenció para que escribiera sus memorias. De ahí surgió El último confín de la tierra, el monumental libro autobiográfico de E. Lucas Bridges, en el que se cuenta todo lo que yo acabo de contar, y muchas otras cosas más.

El último confín de la tierra es un libro de aventuras tan apasionante o más que cualquier obra de Jack London o Joseph Conrad y, desde luego, un hermoso canto a la vida natural y al esfuerzo y la superación personal. A lo largo de la obra E. Lucas Bridges, aparte de como un aventurero infatigable y casi sobrehumano, se nos presenta con el carácter propio de un inglés hijo de un pastor protestante. Sus mayores valores son la austeridad, la disciplina, el trabajo y el progreso, y esos son los valores, no exentos de un cierto paternalismo, que pretende inculcar a yaganes y onas. Pero no por ello deja de mostrar en todo momento un profundo respeto a la cultura de estas etnias, y una gran admiración por sus cualidades y su forma de vida. De hecho, si Bridges no hubiera escrito este libro casi nada se sabría de yaganes y de onas, por lo que El último confín de la tierra está considerado también como un documento antropológico de primer orden. El colono y estanciero angloargentino dedica muchísimas páginas a describir las costumbres, las leyendas y los ritos de ambas etnias, y esas páginas no resultan menos apasionantes que las increíbles y aventureras proezas personales que relata. Especialmente interesante me resulta el capítulo en el que describe cómo los onas lo inician en los secretos de su logia, mediante un rito de iniciación que era el mismo al que se sometían todos los jóvenes onas. Bridges descubre entonces que las apariciones de seres legendarios como Hachai, el hombre con cuernos, o las feroces hermanas Halpen y Tanu, de las que mujeres y niños hablaban a menudo con temor, eran, hasta cierto punto, reales. Algunas noches los hombres adultos se reunían en el Hain o choza comunal, se pintaban el cuerpo y se disfrazaban, y acudían a pasearse cerca de las chozas de las mujeres para aterrorizarlas. Era un secreto que sólo se le descubría  a los onas varones cuando pasaban la pubertad, y ahora él también era un iniciado.


“No advertí que muy en breve estos ritos debían terminar para siempre. El avance de la civilización puso en descubierto el secreto de la logia, tan celosamente guardado por innumerables generaciones. Las mujeres se enteraron del engaño y los indios fueron inducidos, mediante algún dinero, a representar sus comedias ante auditorios de científicos. He visto fotografías en que los actores aparecen con pelo corto y pintados como nunca lo estuvieron en mis tiempos. Otras fotografías, que pretendían ser de primitivos onas salvajes, probaban que muchos de los indios de las nuevas generaciones habían olvidado, si alguna vez  lo supieron, la forma correcta de usar una piel de guanaco.”


(En esta postal que compré en Ushuaia, por cierto, y que representa una fotografía de 1929, se aprecian, ahora me doy cuenta, pinturas faciales que según E. Lucas Bridges los onas nunca usaron; el hombre, además, lleva el pelo corto, está más obeso de lo que debería, y en lugar de a modo de capa, luce la piel de guanaco como si fuera una toalla de baño.)


He tenido la suerte de que la editorial Sudamericana reeditara en diciembre de 2010 este magnífico libro, que yo creía agotado, así que cuando llegué a Ushuaia me encontré con que la mayoría de los dos mil ejemplares de la edición estaban allí. En las dos librerías de Ushuaia había cajas enteras llenas de ejemplares de El último confín de la tierra. No es extraña tanta demanda en Ushuaia de este libro, ya que pocas ciudades podrán contar con una epopeya fundacional escrita tan fascinante como ésta, a la altura de lo fascinante y único que es también este lugar. Desde luego, se disfruta más la lectura del libro habiendo conocido estos parajes, pero también se disfruta más Ushuaia, y Tierra del Fuego, después de haber leído este libro.

E. Lucas Bridges, que demuestra bastante talento literario, tiene el gusto de cerrar su narración como la comenzó. Si arrancó con el noviazgo de sus padres, la última página va dedicada a su madre. Anciana, viuda e impedida, está siendo transportada en litera por sus hijos y algunos onas desde Harberton a la estancia Viamonte, para pasar allí lo que seguramente serán sus últimos meses de vida. En una de las cimas, antes de que las montañas tapen su vista, la anciana desciende de la litera para admirar por última vez Ushuaia y la Bahía de Harberton.

“En esa tierra salvaje, tranquila, yerma, desolada, no exenta sin embargo de belleza, que teníamos ante nuestros ojos, mi madre había pasado la mayor parte de su existencia. Había organizado “Reuniones de Madres” con las mujeres yaganas, enseñado a cientos de ellas a tejer y ejecutar otras labores domésticas, confortado a indígenas moribundos y a niños doloridos, y educado a sus seis hijos, cinco de los cuales habían nacido allí, lejos de las comodidades y de la seguridad de los medios civilizados. Había cuidado y alentado a un hombre muy enfermo, y más tarde llorado su muerte como fiel esposa, y proseguido su obra, redoblando, si tal cosa fuera posible, sus esfuerzos por conseguir el bienestar de sus hijos.

Demasiado sabía ella que contemplaba por última vez esa tierra del sur que todos amábamos tanto; la cálida presión de su brazo sobre el mío me decía que añoraba ese otro brazo en el que se había apoyado con tanta confianza durante los felices y fecundos años del pasado”

Y es que E. Lucas Bridges no ignora que, además de todo lo dicho, su libro, como casi todos los buenos libros, esconde, también, una historia de amor. 


miércoles, 1 de junio de 2011

Navimag


Pensaba pasar de Ushuaia a Río Gallegos, y subir por la costa argentina, pero en Puerto Natales, en la Patagonia chilena, me enteré de la posibilidad de abordar un barco de carga y pasajeros que navega hasta Puerto Montt a través de los fiordos chilenos. La cosa sonaba muy bien, me dejaba una semana para poder llegar hasta Ushuaia y volver, y desde Puerto Montt podía fácilmente pasar de nuevo a Argentina, a Mendoza, y seguir viajando por el centro de este país. Sólo quedaba un pasaje de los más baratos (camarote de 16 personas) y lo compré sin pensarlo más. Claro que si no hubiera hecho el viaje me estaría ahora lamentando de la experiencia perdida, pero lo cierto es que hasta cierto punto sí me arrepentí de haberlo hecho.




La empresa Navimag fue en su día, sin duda, una empresa dedicada al transporte de carga por la Patagonia, con inclusión de pasajeros ocasionales, pero hoy en día, aunque sigue transportando algunos camiones con animales u otro tipo de carga, lo cierto es que está totalmente volcada al turismo. Nos asignaron un guía que nos daba por las tardes conferencias bastante superficiales sobre Chiloé, los glaciares y no recuerdo qué más, por las noches proyectaban películas comerciales, y hasta el último día organizaron un bingo. El paisaje de los fiordos, que aún no estaban nevados, me pareció por lo demás bastante similar al del Cruce de Lagos (aunque, por supuesto, hubo estampas magníficas) y sólo uno de los cuatro días que duró la navegación el clima estuvo lo bastante apacible como para poder disfrutar del exterior más de cinco o diez minutos seguidos.




Al menos, una mañana paramos en Puerto Edén, y pudimos bajar a recorrer un par de horas el lugar. Puerto Edén es un pequeño poblado, integrado en su mayoría por descendientes de la etnia kawésqar, que se ha ido formando alrededor de la estación militar y el centro meteorológico que en 1937 estableció aquí la Fuerza Aérea chilena. En 1969 fue integrado al sistema nacional poblacional. Abastecido por buques de la Armada y con el barco de Navimag como única comunicación regular con el exterior, Puerto Edén debe ser uno de los sitios habitados más inaccesibles del mundo. A veces algún barco, en espera de pasar de día el canal denominado “la angostura inglesa” (está prohibido pasarlo de noche, por su peligrosidad) recala en su bahía.



 

En Puerto Edén han construido hace poco un colegio desmesuradamente grande para la actividad que presenta: en él reciben clase cinco niños, al cuidado de dos maestros. Uno tiene dos alumnos, en el ciclo inferior, y el otro tres en el superior. Me pregunto cómo sentará ser destinado aquí, a dar clase a dos niños y convivir con los pescadores kawésqar un curso escolar entero. Tal vez, quién sabe, fuera una experiencia memorable.









El pasaje estaba en su totalidad compuesto por extranjeros de edad más o menos mediana. Estadounidenses de Nebraska, Michigan, los estados de Washington o Nueva York, o incluso de Alaska. Canadienses, austriacos, suecos, y un par de rusos. Sin duda venían de escalar el Fitz Roy, o de pasar semanas explorando las Torres del Paine o la isla Navarino. A todos se les veía muy acostumbrados a practicar deporte en climas extremos, pero muy poco involucrados con la realidad social o cultural del país que visitaban (de hecho, la mayoría no hablaba español, y mi inglés es de mera supervivencia, así que pocas conversaciones pude tener). A ninguno parecía que el dinero le hubiera causado nunca ninguna preocupación (mi pasaje costaba 240 dólares, que no es poco, pero otros camarotes eran realmente caros) y la impresión que me dio la mayoría fue de que tenían un exagerado concepto de su propia importancia. Pronto vi que la estrategia era tener siempre a mano la computadora, un libro o un cuaderno de apuntes, y poner cara de estar muy viajado.





De modo que, aunque tuve algunas conversaciones interesantes (casi todo el tiempo con una estadounidense aficionada al kayak, al esquí de fondo y al esquí alpino, que hacía varios años que daba clases de inglés en el Centro Alemán, el colegio más prestigioso de Bariloche; pero también con otro estadounidense de casi sesenta años, muy buen conocedor de Sudamérica, y que quería comprarse una casa en Chiloé y retirase a vivir allí) en ningún momento llegué a sentirme cómodo, y tuve tiempo de sobra para leer a E. Lucas Bridges.