"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

domingo, 30 de octubre de 2011

La Paz





En un continente que se está desarrollando de forma acelerada, La Paz todavía ofrece al viajero de espíritu romántico lo que éste podría considerar una genuina experiencia latinoamericana. Lima o Quito, por ejemplo, presentan centros históricos perfectamente restaurados y organizados y, aunque son muy populosos, el ambiente y el tejido social que se advierte en ellos no son muy distintos de los de cualquier capital mediterránea. Sus elegantes zonas residenciales, como Miraflores en Lima o la Zona Norte en Quito, podrían encontrarse en muchas ciudades europeas. Para contemplar un ambiente popular y callejero tiene uno que irse muy lejos de las zonas céntricas, a los “pueblos jóvenes” o a La Victoria en Lima, o al Sur en Quito. Raramente, además, se ven personas con vestimenta tradicional, en Quito, y muchísimo menos en Lima, donde las formas costeñas asimilan rápidamente la emigración andina. En La Paz, sin embargo, nada más salir del hotel, ante el inmenso despliegue de color, ruido, desorden y humo, el visitante no acostumbrado tiene probablemente la misma impresión de extrañamiento que tuvieran los viajeros del siglo XIX. En las calles de la Paz, de forma abigarrada y superpuesta, es fácil detectar tres de las principales características que definen hoy en día a Sudamérica: La emigración masiva e incontrolada del campo a la ciudad, la convivencia o fusión de lo indígena, lo criollo y lo occidental, y la economía informal.  Si el viajero, de repente, siente que necesita algo (por ejemplo una botella de agua, un rollo de papel higiénico, cambio de moneda, champú, una toalla, una linterna, una lima de uñas, una navaja, un par de calcetines, un cuaderno, una gorra, unas gafas, una mochila, una bolsita de hojas de coca, una carcasa para el teléfono celular, una recarga para el celular, hacer una llamada desde un celular, un bolígrafo, un cepillo de dientes o un plano de la ciudad) tiene la seguridad de que, con tal de levantar la cabeza y mirar un poco a su alrededor, encontrará entre el tumulto a una señora de pollera y gorro (copa alta si es aymara, ala ancha si es quechua) que se lo va a vender. En La Paz todo está en la calle.  Están las calles de la artesanía, de las ferreterías, de la luminotecnia, de la pirotecnia, de los libros, de la ropa, de los zapatos, de los instrumentos musicales, de las k’oas (con los fetos de llama expuestos en grandes canastas), de la fruta, de la carne y, por todas partes, caramelos, chicles, chocolatinas, refrescos, pañuelos de papel, y puestos de comida. Parece mentira que haya suficiente gente para consumir tantas salteñas, tucumanas, humintas, tamales, chicharrones, cortezas de cerdo, charqui, sándwiches de carne, de pollo, de queso, de huevo, de milanesa; hamburguesas, canchitas, salchipapas. Que haya gente para comprar tantas películas, vídeos musicales o cedés pirateados que uno puede escuchar o ver en un televisor en medio de la calle, para asegurarse de que no le estafan. Que haya lectores para comprar tantos libros fotocopiados (de Galeano, de Paulo Coelho, de García Márquez, de Vargas Llosa, de Harry Potter, de autoayuda), tan bien cosidos y encuadernados que sólo el precio te revela que no son originales. Parece mentira que haya gente para abarrotar tantas combis, furgonetas, autobuses, taxis clandestinos, y que aún así las calles sigan atestadas de viandantes. El viajero camina por ese inmenso mercado al aire libre que son las calles de La Paz con la boca abierta y el corazón acelerado. No es sólo por admiración. La Paz se encuentra en una quebrada del altiplano, de sur a norte se empina desde los 3200 hasta los 3700 metros, aproximadamente, y a este y oeste las casas se apiñan en precario equilibrio en pronunciadas cuestas hasta alcanzar los 4100 metros, y confundirse con la ciudad de El Alto, el antiguo asentamiento de emigrantes campesinos, ya en pleno altiplano. Esto hace que en la Paz cualquier paso que uno dé lo dé para subir, o para bajar, y después volver a subir. La altura, el hecho de hallarse en una hondonada y el humo de los innumerables tubos de escape limitan tanto la cantidad de oxígeno en el aire que pasear por la Paz se convierte, por muy aclimatado que uno esté, en un ejercicio físico extenuante. La Paz, literalmente, te deja sin respiración.

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Una de las actividades de escritura creativa que suelo practicar con mis alumnos consiste en proponer una hipótesis a partir de un sustantivo y un verbo escogidos al azar. ¿Qué pasaría si…? Pongamos, por ejemplo, el sustantivo “coche” y un verbo cualquiera… “desaparecer”: ¿Qué pasaría si en una ciudad (digamos, La Paz, capital de Bolivia) desaparecieran los coches?

Pues pasaría que la gente miraría asombrada por las ventanas ante la falta de ruido. Poco a poco se irían asomando, con cierta aprensión, a las calles, hasta que al fin se decidirían a arreglar a los niños y salir a caminar por ellas,  sin rumbo, por el mero placer de pasear. Las avenidas se inundarían de bicicletas, patines y skates, y en las calles aledañas abuelos y nietos jugarían a la pelota. En medio de la calzada los niños correrían jugando al coger, al esconder, y las niñas saltarían a la comba. En alguna esquina podría contemplarse un partido más organizado de fútbol o de vóley. Los adolescentes se harían fotos ante los murales de los túneles subterráneos, los mismos murales que hasta entonces sólo habían visto desde las ventanillas del autobús. Mimos y músicos ambulantes encontrarían espacio de sobra para montar sus espectáculos, y la gente se arrebullaría a su alrededor. Los puestos callejeros (muchos menos de lo habitual, porque los comerciantes de El Alto no tendrían movilidad para bajar hasta el centro) agotarían sus existencias de helados y golosinas. La ciudad se llenaría de música, proveniente de los bares, sin verse solapada por los cláxones y los frenazos, y los camareros tendrían que trabajar mucho más, acudiendo a las mesas que ellos mismos habrían situado en pleno asfalto. La gente luciría sonriente y feliz, y hasta se diría que se respira con más facilidad. La Paz, sin árboles, se convertiría en un inmenso parque.

Sí. Estoy seguro de que, mientras yo aprovechaba para corregirles las tildes del tiempo condicional (“pasarííía”), esto es lo que mis alumnos escribirían.

El domingo 4 de septiembre fue el Día del Peatón en La Paz. La verdad, no estoy seguro de que estas fechas simbólicas contribuyan mucho a eliminar los problemas de tráfico o contaminación de una ciudad. Pero nadie puede quitarnos el placer de, al menos durante un día, haber vivido dentro de un cuento hecho realidad.



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