"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

sábado, 29 de octubre de 2011

Urkupiña (Danzas de Bolivia).


Leire, una cooperante vasca, pudo verlo en Torotoro. El tinku es una lucha ceremonial que se celebra en comunidades quechuas de las regiones de Oruro y Potosí. A veces los enfrentamientos son grupales, pero más a menudo las peleas se realizan de uno en uno, tras un reto que se lanzan individuos que normalmente arrastran una larga historia de agravios entre ellos. No hay reglas, salvo la prohibición de usar piedras u otras armas, y la duración del combate es ilimitada. Si la tierra se ve abundantemente regada de sangre, supone un buen augurio para la próxima cosecha, y mucho más si se produce alguna muerte. La cosecha, el año en que Leire entrevió un tinku (según me cuenta, no fue capaz de terminar de verlo) debió ser excelente porque, tras pasar unos días en coma en un hospital de Cochabamba, murió uno de los combatientes.



El tinku que yo he visto, en Potosí, en Cochabamba y en Quillacollo, es muy distinto. Se trata de una danza colectiva que sublima esta bárbara práctica ancestral, y la convierte en arte. Hombres y mujeres, por separado, imitan los gestos del enfrentamiento físico al son de la música, y el tinku se convierte entonces en un baile pleno de fuerza y misterio. Leo sorprendido en la wikipedia que el tinku sólo aparece como baile en los años ochenta del siglo XX. En sólo treinta años el pueblo quechua ha asumido con pasión este espectáculo en todo el país, y cualquiera pensaría que es una danza con siglos de antigüedad. En poco tiempo, quiero pensar, esta recreación simbólica y artística habrá sustituido por completo al sangriento rito original.






El tinku es, para mi gusto, el más impresionante, pero es sólo uno más de los numerosos bailes que se pueden admirar en Bolivia, quizás el país sudamericano donde el folklore está más vivo. No es exagerado decir que hay al menos una danza característica de cada región, cada etnia y cada clase social, y que a través de ellas es fácil componer la sufrida historia de este múltiple y abigarrado país.

La chacarera, por ejemplo, muy popular también en el norte de Argentina, es propia del Chaco (esto es, en Bolivia, Tarija y Santa Cruz). Se trata de un baile en pareja, alegre y elegante, que nació entre los hacendados y pequeños propietarios de los llanos y que, aunque en su percusión desvela la influencia de los esclavos negros que en su momento poseían, mantiene un indudable sabor criollo.

foto: Maricarmen Espejo

De Los Yungas, la zona tropical también llamada “selva alta” o “ceja de selva”, donde proliferaron, y aún proliferan, las plantaciones cocaleras y de cítricos, provienen los caporales. El caporal (capataz) realiza acrobacias, en la mano el látigo destinado a fustigar a los trabajadores, para impresionar a las bellas señoritas que menean sus pequeñísimas faldas. Los caporales, en realidad, son una escisión urbana de la saya, el baile afroamericano que recrea la situación de los esclavos en las plantaciones. De allí tomaron los caporales las sonajas de los tobillos, que imitaban las antiguas cadenas y que, en sus botas, más bien parecen espuelas. Por su vistosidad y el lucimiento personal al que invita, esta danza es la más practicada entre los jóvenes de clase media y alta de Bolivia.





Mucho más antigua y popular es la morenada, una de las reinas del Carnaval de Oruro, y cuyos orígenes se remontan a la colonia. Al parecer se inició como una sátira del pueblo aymara hacia los esclavos negros de las minas, pero siglos de evolución la han convertido en un multifacético espectáculo de color y fantasía.










Pero el mayor símbolo del Carnaval de Oruro es, sin duda, la diablada, un baile que, aunque tiene su germen en rituales ancestrales de más de 2000 años de antigüedad, nació propiamente entre los mineros de Potosí y de Oruro para glorificar a Supay, el Tío que domina las profundidades de la tierra. Los sacerdotes católicos terminarían por convertirlo en un desfile sacramental que representa la lucha entre el Diablo y los arcángeles. En la actualidad, como corresponde a los tiempos, han aparecido también “Chinas Supay”, mujeres diablesas que aportan al baile mayor misterio y sensualidad. También el oso andino hace, al final, su aparición.








Toros, toreros y damas de mantilla hacen su aparición en el waka toqoris, el baile mediante el que los pueblos indígenas parodiaban, o quizás simbólicamente se apropiaban, de las formas y costumbres de sus opresores españoles.






La canción por excelencia del mundo andino es el huayno, que presenta versiones en quechua, aymara y castellano. Normalmente el huayno (huayño, en aymara) es una canción triste y de ritmo lento, pero también existen variedades bailables, que no podían faltar en los desfiles de Bolivia.






Por último, cabe mencionar el pujllay, que aunque es un baile quechua típico de la región de Chuquisaca, está teniendo al parecer una derivación urbana que glorifica el pasado del imperio incaico, dentro de la creciente mentalidad de indigenismo "purista" que hace décadas se está implantando en amplios sectores mestizos tanto de Bolivia como de Perú.




Quien baila su mal espanta. En Bolivia hay desfiles folklóricos de colegiales, de universitarios, de gremios profesionales, además de las clásicas "fraternidades" que son las que participan en los actos oficiales. El sincretismo y la fusión de estas manifestaciones se evidencia en el hecho de que los mismos bailes sirven igual para el carnaval como para las celebraciones religiosas. Yo tuve la oportunidad de verlos en Quillacollo, en la llamada "Entrada de Urkupiña", el desfile que se organiza todos los 14 de agosto en honor a la Virgen del mismo nombre. Al día siguiente acudí a la ermita, y el espectáculo que pude contemplar no fue menos fascinante. Miles de personas celebraban k'oas en pequeñas parcelas de tierra alquiladas, como símbolo de sus propios hogares. Con martillos partían piedras del cerro para conservarlas como amuleto. Además de todo tipo de comida y abundante cerveza, en los puestecillos se vendían casitas en miniatura, locutorios, tiendas de abarrotes; falsos fajos de dólares, euros y soles; pasaportes y billetes de avión; certificados de indulto para los familiares que estuvieran presos; licencias matrimoniales y títulos universitarios... todo según el deseo que cada cual quisiera pedirle a la Virgen de Urkupiña. Según me contaron, deben guardar estos objetos durante un año en un altarcito doméstico, junto con trozos de piedra del cerro, y devolverlos al año siguiente si quieren que la Virgen atienda sus peticiones. En medio de un ambiente de feria, con parque de atracciones para los niños incluido, uno podía hacerse leer su destino en las cartas o en las hilachas del hierro fundido, o bien adquirir pequeñas piedritas de colores, bendecidas por la Virgen, como protección para la buena salud, para el amor, para el dinero, para los viajes. De más está decir, si no es por fe o superstición al menos que sea por precaución, que una pequeña piedrita de color verde me acompaña desde entonces.

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