"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 18 de julio de 2011

Diario de Bolivia



Creo recordar que fue Gérard Genette, en su Ficción y dicción, quien llamaba la atención sobre los difusos límites de lo literario. A lo largo de los tiempos, según el narratólogo francés,  la percepción y el gusto del lector varía, de tal modo que, por ejemplo, obras que en su tiempo fueron perfectamente literarias hoy se leen sólo como documentos históricos (la mayor parte del mester de clerecía español es una muestra de ello). Del mismo modo, textos que originalmente se escribieron con una función práctica, con el tiempo, y gracias a sus valores estructurales y estilísticos, llegan a leerse con la misma pasión e interés que despertaría cualquier gran novela. Las relaciones y crónicas del Nuevo Mundo que escribieron los conquistadores españoles son, quizá, el mejor ejemplo de ello, pero en el siglo XX se me ocurren al menos tres casos: ese extraordinario milagro literario que es el Diario de Ana Frank; las Cartas a mi madre que la poetisa estadounidense Sylvia Plath escribió desde Londres, y que constituyen el soberbio retrato de una personalidad hipersensible y egocéntrica que se va exacerbando hasta culminar en el suicido; y, ahora, los dos cuadernos que Ernesto Che Guevara rellenó durante su estancia en Bolivia, y que el gobierno cubano, tras una serie de peripecias, logró recuperar y publicar en 1968 bajo el título de Diario de Bolivia. Donde pensaba que iba a encontrar una serie de notas deslavazadas que sólo me servirían de documentación histórica, me he encontrado un relato coherente y acabado, pleno de tensión, que retrata un personalidad compleja y, desde luego, de una voluntad inflexible, y traza la historia de una aventura quijotesca que, en un crescendo pleno de suspense, presagia constantemente su inevitable y trágico final.


Los malos augurios comienzan ya en la finca de Ñancahuazú, con el desencuentro con Mario Monje, secretario general del Partido Comunista de Bolivia, que termina negándole el apoyo del partido a la guerrilla. Sigue con la detención y confesión de Debray y Bustos, que iban a hacer labores de contacto con el exterior. A continuación pierden contacto con la retaguardia, que termina siendo aniquilada en la emboscada de Vado del Yeso. En agosto, el ejército localiza los zulos que habían disimulado cerca del campamento base, y se apropia del armamento, las provisiones, los documentos y, muy importante para el Che, las medicinas para su asma. Estos documentos incautados provocan la detención y la muerte de Loyola de Guzmán, la chica de veinte años que debía organizar una red urbana en La Paz. Las relaciones con los campesinos de la zona se hacen cada vez más difíciles y esporádicas. Los mapas que manejan son imperfectos, y la mayor parte del tiempo los guerrilleros no saben con exactitud dónde se encuentran. Al final, la guerrilla son diecisiete hombres perdidos en la montaña, que se ven obligados a beber sus propios orines a falta de agua, y a matar las mulas de carga para comer algo de carne. Diecisiete hombres exhaustos, que no son capaces de guardar las precauciones mínimas en su marcha. La última anotación del Che, la noche antes de la emboscada final, no puede ser más reveladora:

“Salimos los 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue fatigosa y dejando mucho rastro por el cañón donde estábamos (…) A las 2 paramos a descansar, pues ya era inútil seguir avanzando”.

El Che, por supuesto, no es tampoco inmune a la degradación física. Atacado día y noche por el asma, desfallecido, sus errores y debilidades aportan humanidad al personaje:

“Yo tenía –tengo- un cansancio como si se me hubiera caído una peña encima.”

“A las 12 salimos, con un sol que rajaba piedras y poco después me daba una especie de desmayo al coronar la loma más alta y a partir de ese momento caminé a fuerza de determinación.”

“Danton y Carlos cayeron víctimas de su apuro, casi desesperación, por salir y de mi falta de energía para impedírselo.”

“A las 17 pasó un camión del ejército, el mismo de ayer, con dos soldados envueltos en frazadas en la cama del vehículo. No tuve coraje para tirarles y no me funcionó el cerebro lo bastante rápido como para detenerlo, lo dejamos pasar.”

“No me animé a exigir el esfuerzo necesario para llegar más allá del chaco de Paulino e hicimos campamento a orillas del camino (…) Luego expliqué por qué este campamento estaba mal situado, dando la orden de levantarse a las 5 y partir a tomar el chaco de Paulino.” (a las 4:30 tuvieron que escapar precipitadamente, en medio de una balacera del enemigo).

“Por primera vez en esta guerra salí montado en un mulo.”

“Caminamos algo así como una hora efectiva, que para mí fueron dos por el cansancio de la yegüita; en una de esas, le metí un cuchillazo en el cuello abriéndole una buena herida (…) El episodio de la yegüita prueba que en algunos momentos he llegado a perder el control.”

“Yo soy una piltrafa humana.”

Leyendo las anotaciones del Che, sin duda lo primero que se pone de manifiesto es una voluntad de hierro. Voluntad que se revela en el acto mismo de la escritura. Porque hay que tener disciplina y fuerza de voluntad para, en esas circunstancias, no dejar de escribir ni un solo día, se encuentre en la situación en que se encuentre:

“Al comenzar la caminata, se me inició un cólico fortísimo con vómitos y diarrea. Me lo cortaron con demerol y perdí la noción de todo mientras me llevaban en hamaca. Cuando desperté estaba muy aliviado pero cagado como un niño de pecho. Me prestaron un pantalón, pero sin agua, hiedo a mierda a una legua. Pasamos todo el día allí, yo adormilado.”

En condiciones tan duras, el Che no pierde la ironía que caracteriza a la mayoría de sus escritos (“signo de los tiempos: se me acabó la tinta”) y, sobre todo, hace gala de una incorruptible determinación. Mes tras mes, anota impasible en su cuaderno:

“Las tareas más urgentes siguen siendo las mismas del mes pasado, a saber: restablecer los contactos, incorporar combatientes, abastecernos de medicina y equipo.”

Determinación que a ratos llega incluso, a la menor señal, a convertirse en optimismo:

“El gobierno se desintegra rápidamente. Lástima no tener 100 hombres más en este momento.”

En el primer párrafo de esta reseña he calificado la guerrilla de Bolivia de “aventura quijotesca”, en el sentido de una empresa guiada más por el idealismo que por la practicidad. Debo decir que fue el propio Guevara, quien yo creo que era muy consciente de ello, quien me proporcionó la metáfora, en la carta de despedida que escribió a sus padres:

“Queridos viejos:
Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.”

¿Qué impulsó al Che a embarcarse en una campaña tan locamente precipitada? Parece evidente que, incluso sin traicionar su idea de extender la revolución por toda América Latina, hubiera hecho falta una labor de años en la clandestinidad, aunando voluntades y organizando redes, para que el plan tuviera alguna posibilidad de éxito. Tal vez echaba de menos la vida guerrillera, y veía que se quedaba sin tiempo para seguir llevándola a cabo (“he llegado a los 39 y se acerca inexorablemente una edad que da que pensar sobre mi futuro guerrillero; por ahora estoy ‘entero’”). Tal vez quería huir de una vida rutinaria, con mujer, cinco hijos y trabajo de oficina, aunque fuera la oficina de un ministro. Tal vez algo de esas dos cosas hubo pero, sobre todo, yo creo que lo que más movió al Che fue su determinación de “no salvarse”. Albert Camus, en El hombre rebelde, comenta cómo los movimientos revolucionarios se corrompieron en el momento en que determinados líderes comenzaron a pensar que su vida era demasiado importante como para exponerla al peligro. Comenzaron así a protegerse, a plantear jerarquías y a acumular privilegios: “se salvaron”. Esto es lo que, estoy seguro, el Che nunca quiso que le ocurriera. Las alusiones en sus escritos a su propia muerte, y al ejemplo que debe emanar de ella, son tan numerosas que sería imposible enumerarlas. Quizá la más conocida sea la última, la que incluyó en el mensaje que se leyó en la Conferencia Tricontinental de La Habana, cuando él ya marchaba por las montañas de Bolivia:
   
“En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas.”

Muchas manos han empuñado desde entonces, literal o simbólicamente, esas armas, y, por qué no decirlo, se han cometido muchas atrocidades con ellas. Pero también han servido de inspiración y ejemplo para muchos movimientos sociales justos y honestos y, muy particularmente, esas armas han significado mucho para la recuperación de la dignidad y el amor propio de la mayoría de los pueblos americanos. Hoy en día es fácil estar en contra de la lucha armada, y darse cuenta de que el marxismo-leninismo no aporta prosperidad a los pueblos ni libertad a los individuos. Cada uno es hijo de su tiempo. Lo importante es, como escribió Galeano, que el Che fue una de esas raras personas que no sólo dijo siempre lo que pensaba sino que, hasta sus últimas consecuencias, hizo siempre lo que decía. Ser fiel a uno mismo. Ese es el ejemplo que debe perdurar. 


La ruta del Che en Bolivia (5): Vallegrande.



Vallegrande, capital del mismo nombre en la provincia de Santa Cruz, es una agradable población de 20.000 habitantes, situada en las estribaciones de la Cordillera Oriental, a dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Se encuentra a 240 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz y, aunque es paso obligado para llegar a La Higuera o a Alto Seco, quien quiera hacer la ruta del Che en Bolivia en orden cronológico debería dejar la visita a Vallegrande para el final.



Una vez que el Che fue ejecutado en La Higuera, fue a Vallegrande a donde trajeron su cuerpo en helicóptero, y aquí lo enterraron, junto a varios de sus compañeros, en una fosa común cerca del cementerio que permaneció desconocida hasta 1997, cuando un grupo de científicos cubanos y argentinos exhumaron y reconocieron sus restos, y estos fueron trasladados a Cuba, a la ciudad de Santa Clara, donde se encuentran ahora. En el lugar en que se encontró la fosa común se ha construido un mausoleo para mi gusto demasiado ostentoso y fuera de lugar. Dentro de él, una serie de fotografías da cuenta de la vida del Che, y unas placas indican el lugar donde estuvieron enterrados los guerrilleros. 



Antes de que lo enterraran, el cadáver del Che estuvo expuesto al público durante dos días en la lavandería del Hospital Señor de Malta. Hay que atravesar el hospital, que está en funcionamiento, y dirigirse al descampado de la parte de atrás. Salvo una vallita y un jardincito que han hecho, un bonito dibujo que han pintado en el lateral, y las innumerables inscripciones que los distintos visitantes han ido dejando a lo largo de los años, la pequeña lavandería y su desolado entorno siguen igual que en 1967. En plena soledad en este descampado, con sólo el sonido del viento en los oídos, y con el reciente recuerdo de las fotos que se exponen en el pequeño museo de la Casa de la Cultura, ubicada en la plaza principal, la visita a la lavandería del Hospital Señor de Malta de Vallegrande resulta probablemente el momento más emotivo de toda la ruta del Che. 


















domingo, 17 de julio de 2011

La ruta del Che en Bolivia (4): La Higuera.




El Che estuvo en La Higuera en dos ocasiones. La primera, el 26 de septiembre de 1967, entró en el pueblo, al que por aquel entonces sólo se podía llegar por un estrecho camino de herradura, sólo para descubrir que “habían desaparecido los hombres, y sólo alguna que otra mujer había”. A escasos dos kilómetros de aquí, la vanguardia se vio sorprendida por los rangers, y murieron tres de sus hombres. “Los disparos desde todo el frente anunciaron que los nuestros habían caído en una emboscada. Organicé la defensa en el pobladito para esperar a los sobrevivientes, y di como salida un camino que sale a Río Grande”.



La segunda vez que el Che entró en La Higuera lo hizo herido en una pierna y custodiado por los rangers. Él y la mayoría de sus hombres  (sólo cuatro de los diecisiete guerrilleros que quedaban lograron escapar) habían sido derrotados en la cercana quebrada del Yuro. Era el 8 de octubre de 1967. Esa noche el Che durmió en la escuela del pueblo, convertida en improvisada prisión, y sobre la una y diez de la tarde del día 9 el sargento Mario Terán, dentro mismo de la escuela, acabó con su vida con dos ráfagas de metralleta (la primera ráfaga sólo logró herirle en las piernas, debido al nerviosismo de Terán). La orden de ejecución había salido directamente del presidente de Bolivia, el general René Barrientos, y había recibido la aquiescencia del agente de la CIA Félix Rodríguez, allí presente. Félix Rodríguez era una antiguo policía secreto cubano del dictador Batista que ya había participado en muchas acciones de la CIA, como la invasión de la bahía de Cochinos en Cuba. Cuando, debido a las declaraciones de Régis Debray, se hizo pública la presencia del Che en Bolivia, EE UU lo envió al país para entrenar y dirigir a los rangers bolivianos, y acabar con el Che.





Hoy en día La Higuera es prácticamente una calle con unas pocas casas, alrededor de una plaza central en la que se han erigido un par de monumentos al Che que disuenan con la modestia del entorno. La escuela ha sido completamente restaurada, y alberga un museo compuesto exclusivamente de fotos y paneles informativos, y muchos recuerdos dejados por los visitantes. El museo es administrado por la comunidad, y cada mes le corresponde a una mujer del pueblo cuidar de él y mostrarlo a los turistas. Este mes es doña Guadalupe la encargada de hacerlo. Doña Guadalupe es una mujer simpatiquísima, con el sentido del humor y el comportamiento de una chiquilla. Le hizo mucha ilusión verse en el visor de mi cámara, y me hizo prometer que cuando llegara a Vallegrande iba a imprimir en papel las dos fotos que reproduzco a continuación, y que se las iba a enviar a través de un camionero.



Por supuesto, lo hice con mucho gusto, y espero que las tenga en algún rincón de su casa, como recuerdo de su amable labor de guía. 


  
Al igual que en Alto Seco, las personas mayores han emigrado de este lugar y, en contraste con las ochenta familias que habitaban La Higuera en 1967, hoy sólo hay veinte. Doña Irma, en la foto superior, es la única persona de aquella época que queda en el pueblo. Alquila su chacra porque dice que ya no tiene fuerzas para atenderla, cuida de sus animalitos, y ofrece comidas para los visitantes. Sus hijos viven en Vallegrande y en Santa Cruz pero, sin animadversión de ningún tipo, me dice que se han olvidado de ella. Doña Irma era una niña en 1967 y, para qué me va a engañar, no vio al Che ninguna de las dos veces que pasó por aquí. Estaba encerrada en su casa, muerta de miedo, como casi todo el mundo. “La gente tiene mucho miedo y trata de desaparecer de nuestra presencia” insiste el Che una y otra vez en su Diario. Doña Irma me cuenta que la psicosis entre el campesinado duró muchos años, más allá de la muerte del Che, que la gente no se atrevía a salir a cultivar sus chacras, y que todo ese episodio influyó bastante en el despoblamiento de la zona. Doña Elisabeth, en Alto Seco, me había comentado algo parecido. Doña Irma sí recuerda perfectamente el estruendo, y la visión a lo lejos, del helicóptero que se llevó el cadáver del Che, atado a uno de sus patines.


Al día siguiente, bien temprano, me voy de excursión a la quebrada del Yuro, donde abatieron al Che. Me han dicho que es muy fácil llegar, que sólo hay que seguir el sendero, pero lo cierto es que en estas lomas hay decenas de senderos, y la mayoría sólo llevan a casonas abandonadas, o se pierden en la maleza. Tras retroceder en varias ocasiones, después de dos horas y media de caminata, llego al fondo de la quebrada, donde una estrella indica el sitio en que se produjo la emboscada.


Cerca de allí está la que llaman “la casa de la enana”, que es mencionada por el Che en la última anotación de su Diario.


“...de resultados del informe de la vieja se desprende que estamos aproximadamente a una legua de La Higuera y otra de Jagüey y unas dos de Pucará. A las 17.30, Inti, Aniceto y Pablito fueron a casa de la vieja que tiene una hija postrada y otra medio enana; se le dieron 50 pesos con el encargo de que no fuera a hablar ni una palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpla a pesar de sus promesas”.


Al intentar volver a La Higuera, me pierdo definitivamente. No sé en qué dirección queda el pueblo ni la carretera, y entre tantas lomas y quebradas es imposible ver nada en el horizonte “Hay que imaginarse cómo son aquellos lugares”, recuerdo que declaraba Harry Villegas, uno de los cuatro guerrilleros supervivientes, “un terreno muy quebrado, lleno de zigzags, de lomas que se unen de tal manera que aunque sólo nos separaban 300, 400 o 500 metros, en realidad no podía verse qué pasaba desde una posición a la otra”.


Llega un momento en que empiezo a contar cuántas horas me quedan de luz, y me propongo no perder al menos la orientación sobre la casa de la enana, por si tengo que pasar allí la noche. El gallinazo que hace un buen rato que no para de dar vueltas sobre mí está empezando a darme mala espina.




Por  fin, a las tres y media de la tarde (a las seis ya es de noche aquí) salgo a un punto de la carretera. Todavía me quedaba una hora de camino, pero ya sabía que esa noche dormiría en La Higuera.


La primera noche me había quedado en un hostel, “La casa del telegrafista”, que un francés tiene en la entrada del pueblo, simplemente porque el camión me había dejado prácticamente en su puerta. El francés parece que no es muy popular en la comunidad. No se relaciona con nadie y, sobre todo, no colabora en las tareas comunes como, por ejemplo, el arreglo de los caminos. Cuando doña Guadalupe me informa de que la comunidad ha habilitado unos dormitorios con literas en la escuela (la actual, la que está en funcionamiento) y que también ella es la encargada de administrarlos este mes, no dudo en cambiarme de alojamiento. En la escuela me encuentro con que también vive allí un matrimonio de médicos cubanos, que forman parte de la brigada de mil doscientos médicos que desde 2006 echan una mano en Bolivia. Para ellos, que hasta hace poco trabajaban en un hospital de Sucre, es un honor que los hayan destinado a un lugar tan emblemático como La Higuera. Aquí mismo, en la escuela, pasan consulta, y también han implementado el programa cubano de alfabetización de adultos “Yo sí puedo”, al igual que han hecho muchos maestros cubanos en otros puntos del país (este programa, de una efectividad sorprendente, se basa en el visionado de vídeos, por lo que sólo hace falta un coordinador que revise el funcionamiento de todo, y por lo demás resulta casi autodidacta. Yo tuve oportunidad de conocer el material hace unos años, cuando unos compañeros lo aplicaron con emigrantes en el barrio de la Macarena de Sevilla).

Doña Guadalupe, que tiene una hija que estudia en Santa Cruz el último año de Derecho, se aplica con sus primeras letras, junto a otras siete vecinas, con el “Yo sí puedo” en una de las aulas de la escuela; los niños juegan en la pista de baloncesto esperando a que salgan sus madres de clase, y yo converso sentado en un banco con Huber y con Anai. Me cuentan que también, al mediodía, les gusta darles un poco de clase  a los niños, y enseñarle juegos, canciones y poemas. Yo les explico que llevo un blog, y que me gustaría hacer un reportaje de todo eso. Entonces dudan, parece que no les hace mucha gracia la idea. Me dicen que en Sucre un periodista boliviano les hizo un reportaje, y que lo que salió en el periódico fue una visión completamente sesgada de lo que ellos habían dicho, y totalmente contraria a la colaboración cubana en el país. Que desde entonces les han advertido, y tienen que pedir permiso para cualquier reportaje o entrevista que puedan hacer.

Me hubiera gustado asistir a las clases y los juegos de Huber y de Anai con los niños, aunque fuera sin realizar ningún reportaje. Pero a primera hora de la mañana alguien me informa de que un vecino está a punto de partir para Vallegrande con su vehículo, y que me puede llevar si quiero. Como no se sabe si el próximo camión pasará en dos, tres o cuatro días, decido aprovechar la oportunidad. He leído en Internet testimonios de muchos viajeros a los que les ha decepcionado La Higuera. Desde luego, al turista que  viene desde Vallegrande en un taxi y con un guía para pasar unas cuantas horas no le parecerá gran cosa, y en julio y en agosto me imagino que habrá por aquí demasiado mochilero. Pero a mí, igual que en Alto Seco, la franqueza y la naturalidad de estas gentes, y su tranquilo ritmo de vida, me han cautivado, y una leve nostalgia me envuelve dulcemente mientras me dirijo a Vallegrande. 

sábado, 16 de julio de 2011

La ruta del Che en Bolivia (3): Alto Seco.





En Vallegrande monto en este camión (es el único transporte público que existe entre estos pueblos) y me dirijo a Alto Seco. Casi todas las personas, sobre todo las mujeres, van sentadas en la parte de la caja más cercana a la cabina; los hombres, sin embargo, en la parte central o trasera, van de pie. Pronto comprendo el motivo. En la parte trasera es imposible ir sentado, porque los baches hacen que uno salte hasta medio metro a veces, y termina completamente amoratado. Así, viajo durante cuatro horas de pie, agarrado a las barras, con las piernas y los brazos entumecidos del esfuerzo por mantenerme erguido ante los bamboleos, y el corazón encogido ante la visión de los tremendos desfiladeros que bordeamos. Pero con el viento en la cara, el sol sobre mí, y una reconfortante sensación de libertad. A mediodía llegamos a Alto Seco.


Alto Seco es una pequeña aldeíta, a 1.900 metros de altura, a donde el Che y sus hombres arribaron el 22 de septiembre de 1967. Se aprovisionaron y dieron por la noche una pequeña charla en la escuela “a un grupo de 15 asombrados y callados campesinos, explicándoles el alcance de nuestra revolución”. Mi esperanza era encontrar a alguno de estos hombres.


En Alto Seco no hay hospedaje, ni restaurantes, ni casi nada salvo un puñado de familias que parecen vivir al margen del mundo, cuidando de sus animales y sus chacritas, y entrando y saliendo de las casa de los vecinos como si todos vivieran en una pequeña comuna. Doña Elisabeth, que aunque sale muy seria en todas las fotos es una mujer encantadora, hace pan todas las tardes para el abastecimiento de todo el pueblo, y alguna vez ha preparado comidas para grupos de visitantes que venían siguiendo la ruta del Che. Me dio de comer y me dijo que en la biblioteca municipal había unas colchonetas, y que algunos excursionistas habían dormido a veces allí. Como nadie en el pueblo fue capaz de encontrar la llave de la biblioteca, terminé durmiendo en su casa. Con doña Elisabeth pasé una tarde muy agradable, viéndola hacer pan mientras ella me contaba su vida.



En 1967, doña Elisabeth tenía ocho años, y vivía en una casita en medio del monte. Recuerda que por aquella época nadie comprendía qué estaba ocurriendo, todo el mundo tenía mucho miedo y se escondía cuando veía venir a los guerrilleros (“a los campesinos hay que cazarlos para poder hablar con ellos pues son como animalitos” comenta el Che). Cuando ella atravesaba los senderos para ir al colegio veía a los soldados apostados, haciendo guardia, y le daba tanta pena que les daba a menudo su merienda para que tuvieran algo que comer. Su madre llegó a regañarla por ello. Dice que de los habitantes del pueblo que pudieron escuchar la charla del Che no queda nadie aquí. Que las personas mayores alquilan su chacra y se van a vivir a Vallegrande o a Santa Cruz, solos en casa de alguno de sus hijos. Viven de la renta de la chacra y del bono de doscientos o trescientos bolivianos que  les da el Estado. Doña Hilda se queja de que cada vez hay menos gente en Alto Seco, muchas casas están cerradas, y ella cada vez tiene que hacer menos pan. Uno de sus hijos vive en el pueblo, dedicado a la agricultura, pero dos de sus hijas han estudiado Ingeniería Agrónoma, e incluso una se encuentra en este momento cursando un master en Costa Rica. Ella y su marido, que se encuentra trabajando en la chacra y no llegará hasta la noche, han trabajado duro durante años para darles una educación, y bien orgullosa que se ve a doña Elisabeth de ello.


Mientras se calienta el horno salimos a dar un paseo. Me  muestra la antigua tienda del corregidor, donde el Che, contra su costumbre, se aprovisionó sin pagar como represalia a que el corregidor había huido a dar la voz de alarma (normalmente pagaban todo lo que adquirían, y pagaban muy bien, en dólares, aunque muchos campesinos era la primera vez que veían ese tipo de billetes). El señor de la foto es el hijo del corregidor de la época. Sus padres viven en Vallegrande, donde él es dueño de un hotel. Al hijo del corregidor no parece hacerle mucha gracia las simpatías que despierta el Che y, lógicamente, se queja del saqueo que cometió contra su madre (“La camioneta que debía venir de Vallegrande no ha venido, lo que confirmaría la versión de que el corregidor fue a avisar, no obstante, debí aguantar el llanto de su mujer que, en nombre de dios y de sus hijos pedía el pago, cosa  a la que no accedí.” escribe el Che).




Doña Elisabeth se va a vigilar su horno, y yo sigo paseando por Alto Seco. En seguida, claro, me veo andando en medio del campo. Ya está oscureciendo, y una muchacha que pasa a caballo en dirección al pueblo me advierte: “¿dónde va usted?”.

-Bueno, estoy paseando.
-Tenga cuidado. Es peligroso.
-Sí, ¿por qué?
-Por nada. Es mentira, ja ja ja. Siga nomás.- Y arranca a galopar.

Cuando vuelvo a casa de doña Elisabeth me encuentro con que la pequeña bromista es su nieta, y ella está allí ayudándola a hornear el pan. Zuleima es una chica de muy buen humor, y todavía me gastará un par de bromas más a lo largo de la noche. Tiene dieciséis años, y es la única persona de su edad que hay en el pueblo. A veces se aburre un poco, pero muchos fines de semana, me dice, se va a Vallegrande para salir por ahí con sus amigas.




Se me ocurre que quizás pueda llegar a La Higuera a caballo o a mula, que creo que es el único medio de transporte que no he probado en la ruta del Che. Zuleima me lo desaconseja, porque dice que los caballos (de mulas no dispone) que tiene ahora son bastante bravos, y sólo ella puede montarlos. Doña Elisabeth, además, me cuenta que tardaríamos más de quince horas, y que cuando uno no está acostumbrado a montar, llega a su destino con la sensación de que sus muslos, su trasero, su espalda y sus hombros, se han convertido en trozos de madera.

Al día siguiente, pues, vuelvo al camión que me lleva al cruce de Alto Seco con el camino a La Higuera. Cargando con mis dos mochilas (los libros, previsoramente, los he dejado guardados en un hostal de Santa Cruz) arranco a caminar con la esperanza de que pase algún camión, u otra movilidad que me lleve. No pasa ningún transporte público y los pocos coches particulares con que me cruzo, para mi sorpresa, no se detienen. Camino durante cuatro horas, parándome a descansar y a hacerme esta foto, y sobre las tres de la tarde entro en Pucará.



En Pucará sí hay un modesto alojamiento, y me aseguran que al día siguiente tiene que pasar un camión proveniente de Vallegrande. De modo que paso aquí la noche y, al atardecer del día siguiente, a bordo de un camión en el que lo pasé muy bien, con todos los pasajeros de muy buen humor, y que no paraban de hacerse chanzas entre ellos, llego al fin a La Higuera. El pueblo en el que mataron al Che.